domingo, 19 de agosto de 2012

Los Living (2011) de Martín Caparrós: una lectura déjà vu.


Seré breve: Los Living de Caparrós fue para mí un déjà vu. Otra vez: Los Living de Caparrós fue para mí un déjà vu. Semejante desahogo (¿negativo? ¿productivo?) exige, por lo menos, una breve explicación. La lectura déjà vu no es otra cosa -para mí- que aquella lectura que se ve contaminada constantemente (como una tormenta eléctrica en cámara lenta) por los fantasmas de otras lecturas. Esto así dicho resulta una obviedad, un presupuesto casi patético: sabemos –siempre lo supimos- que toda lectura resulta infectada por los fantasmas -las huellas, las voces- de otras lecturas. La particularidad de la lectura déjà vu radica simplemente en la cantidad, responde a un orden cuantitativo, es decir, en cuántas veces uno reconoce en la escritura de uno la escritura de otro. Trato de problematizar lo que Roland Barthes (1953) llama «el estilo» de un escritor: propre voix, le cœur de l'écrivain; es decir, aquel lenguaje que sale de la biología del escritor, de su mitología personal, de su pasado y sus secretos («la “cosa” del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad»). Estamos de acuerdo en que un escritor escribe a partir de lo que lee, no hay acaso para el que escribe otra condición más fatal; uno inevitablemente se ve, en cierto momento de la lectura, transportado (me desvío, divago, levanto la cabeza) hacia otras lecturas. Y este entrar en otra aventura hace que un texto sea placentero: el placer del texto se encuentra en aquellas interrupciones y/o excepciones (Barthes, 1973). Pero, si uno se pasa muchas páginas yéndose a otro lado, no estando en Los Living, el placer comienza a declinar. Tampoco se trata de caer en la facilidad de decir: «a esto ya lo leí, ya lo vi en otra parte». Lo nuevo absoluto, lo sabemos, no existe. Todo se resume en crear un envase lo suficientemente bueno para que sea pasado como novedad. Como lectores, en este sentido, tenemos el deber de exigir que el otro bando luche (¿encarnizadamente? ¿a muerte? No, no soy tan pretencioso, con un Bolaño, un Piglia y un Pauls estoy más que bien) contra los estereotipos. Caparrós, mi tincho bigotín, ¿combate? ¿Es su escritura un arma contra los conformismos subjetivos? ¿Hay estilo en la literatura caparrosiana? Veremos. 

Pamplinas, pamplinas, vayamos a Los Living. Este texto comienza -al igual que el Tristram Shandy de Laurence Sterne- con el relato en primera persona del origen de Nito, es decir, con la narración de un «yo» todavía no nacido. Nito es puro líquido y células durante varias páginas hasta que nace el 1 de Julio de 1974, para muchos, el día más importante del SXX para los argentinos: el día en que el General muere: «Cuando nací llovía, y a nadie le importó. Aquel día, en verdad, a nadie le importaba nada, o eso decían: era un día en que convenía mostrar a quien quisiera verlo que a uno no le importaba nada más que la gran muerte del año, de la década, del siglo: esa mañana, mientras yo nacía, se murió Juan Perón, y a todos querían mostrar a quién sabe quién que nada más podía importarles». Ahora bien, si hay un fantasma que importuna en Los Living ese es el de los chicos del Puán. En efecto, el proyecto literario de Caparrós podría medirse con el de Kohan en Ciencias Morales y el de Pauls en Historia de llanto. Los tres escritores (los tres amigos del amo Herralde) podríamos imaginarlos en una mesa redonda, diagramando el rumbo de la literatura argentina (bueno, un rumbo de corte fino y de anarquistas de salón) y celebrando un acuerdo que volvería el trabajo de ciertos académicos un poco más fácil. El pacto, por llamarlo de algún modo, no es otro que el de contar el Horror desde otro ángulo (uno indirecto, no perigonal, sino más bien obtuso): Kohan cuenta el ocaso del Terrorismo de Estado desde la perspectiva de MaríaTeresa, una joven preceptora que viene a ocupar el primer eslabón de una larga y jerarquizada cadena destinada a preservar el orden y la rutina de todos los días del Colegio Nacional de Buenos Aires de 1982. María Teresa pareciera servir de ejemplo para sostener de un modo ingenuo la realidad de la obediencia debida: no sabe, sólo recibe órdenes y actúa por ellas. Pauls relata la inminencia del último golpe militar a través de la hipersensibilidad de un niño que, ya con 13 años, se entrega con furor a la causa marxista; lee a Fanon y sigue los avatares de la lucha armada a través de La causa peronista. Cuando ve por televisión, en septiembre de 1973, el bombardeo a la casa de la Moneda, no puede llorar: aquel niño cuya educación sentimental había sido edificada “alrededor de un núcleo de dolor intolerable” y que desconfiaba de la felicidad por tomarla como un mero sentimiento artificial, no ha podido estar a la altura de las circunstancias: «La única tragedia que es en verdad irreparable, no haber estado a la altura de la oportunidad» (…) «no ha sabido lo que había que saber. No ha sido contemporáneo». 

Caparrós, por último, piensa a la dictadura militar a partir de sus despojos. Pauls en antes, Kohan en el medio (sanguchito Puan), Caparrós en el después. 

Nito nace y su padre al poco tiempo muere. Él jamás lo llega a conocer y ya de grande comienza el rastrillaje identitario: «-Si tu papá también te llama Nito. –No. No sé, mi padre no está, nunca estuvo. -¿Cómo que nunca estuvo? – No sé. Mamá siempre vivió con Beto. Siempre vivimos los tres, quiero decir.- Entonces Titina se tomó su tiempo, se prendió un cigarrillo, miró la calle, los humos en el fondo de la calle, y me preguntó si de verdad no conocía a mi padre. No, ya te dije que no. ¿Y no será un desaparecido, tu papá?, me dijo en voz baja, mirando a los costados. Yo perdía pie, me iba cayendo: ¿un qué? Boludo, un desaparecido. Bueno él desapareció, sí. En casa nunca hablan de él. Titina me miró con su desprecio tierno y me preguntó si yo vivía en un termo». Comienza a partir de aquí una búsqueda que llevará a Nito a entablar una relación con los muertos, con los suyos y (el final es extraordinario) con los de todos. Si un hermenéutico me apurara con un cuchillo le diría que sí, que el tema del texto es la muerte, la relación que los vivos entablan con ella y sobre cómo el miedo interfiere en ese vínculo. Si en Historia del llanto el niño sabe escuchar («A una edad en que los niños se desesperan por hablar, él puede pasarse horas escuchando. Tiene cuatro años, o eso le han dicho»); en Los Living el flaco sabe pensar la muerte: «Algunos saben jugar al fútbol, otros cantan, otros resuelven logaritmos; yo sé pensar la muerte». Porque si hay algo que Caparrós ha sabido condensar muy bien en Los Living es justamente la idea de la muerte como postergación. Todos piensan que alguna vez van a morir. Pero piensan: “aún no, falta todavía”. Durante la mayor parte de la vida, la idea de la muerte es una idea que se posterga. Nos convencemos de que somos de alguna manera inmortales. Nito, con la ayuda de un cara brasilero, andará casa por casa y les relatará a los pobres que lo atiendan cómo van a morir. La tarea de Nito es sencilla: darles un sopapo existencial a los oyentes, infundirles miedo (único e irrepetible, que se genera al saber cómo y cuándo vas a morir) y que, a raíz de ese miedo, los incrédulos y descarriados acudan a la ayuda soberana de Dios para que les infunda paz y tranquilidad («ese miedo es bueno para ellos, mi querido: les permite rencontrarse con la Fe, recuperar sus vidas»). Así la iglesia incrementaría el número de fieles. Sin duda se puede pensar a Los Living a partir de lo que Heidegger llama el ser-para-la-muerte. 

Por otro lado, y aquí Caparrós termina de consolidar a la novela dentro del género picaresco, el curso de los acontecimientos en Los Living (al igual que Ungar en Tres ataúdes blancos) tomará un giro rotundo, todo se pondrá patas para arriba y el rumbo de las cosas se degenerará de tal modo que entrarán en escena Susana Giménez, el Tato Bores, Ramón Díaz, Menem y Moria Casan, entre otros. 
Lo mejor de la novela de Caparrós, en definitiva, son, en primer lugar (a) sus intersticios: antes de cada capítulo se introduce a modo de paratexto un diálogo (los únicos momentos en que la escritura abandona la primera persona) en el que Nito conversa con Carpanta y Titina el gran proyecto artístico que cambiará para siempre la vida de todos los argentinos, proyecto que recién se conocerá al final; y (b) el final: apocalíptico, bizarro, crítico, irónico, menemista, sin desperdicio. 

Para cerrar, retomo lo postulado al principio. Me preguntaba: ¿Caparrós lucha contra los estereotipos? ¿Hay estilo en Caparrós? Durante 350 páginas no. Los del Puán no dejan a mi lectura ser, se entrometen, el esplendor caparrosiano tarda en nacer. Es en el final en donde acontece la dicha bigotín: Tincho entra por la ventana de casa, arremete contra mis padres, caga a tiros a mi perro, me desordena la pieza: «Acá tenés estilo gordito». Y yo, al ritmo de la marcha peronista, no dejo de aplaudirlo. Leer Los Living fue como haberme agarrado a una minita después de que varios de mis amigos lo hayan hecho: literatura prescindible, gastada, de segunda mano, repetida, déjà vu, pero que en cuyo final, luego de haberme adentrado en los conductos húmedos de ella, el clímax le hubiera dado una revancha a la situación y yo, retomando con ganas la cosa -en un arrebato de frenesí- hubiera conocido el sentido de la vida.





   





sábado, 14 de julio de 2012

Hombre Bafici I






                                                            Hombre Bafici I


Me llevo al baño a Roland Barthes.
Me lo llevo a cagar,
me llevo fragmentos de un discurso amoroso para leer mientras cago.

Él me habla del amor,
hace hablar a otros del amor.
Yo hago fuerza.
A veces hago tanta fuerza que me desconcentro.

Leo del amor mientras hago fuerza
me habla de las heridas y el chiste se hace solo

Somos expulsados al mundo a través de una herida:
una herida que sangra, que llora, que escupe.
Que seduce.
Nos escupe una herida mientras rebosamos de grasa y sangre,
nos limpian (o eso creen)
pero nunca volvemos a la limpieza inmaculada maternal.
Nacemos, cagamos, nos cagan
y nos cagamos muriendo.
Y en el medio de todo eso también cagamos.
Cagamos y leemos Barthes porque somos gente de bien.

Cago y leo Barthes porque soy un niño universitario.
Intento cagar, pero no puedo.

Leo:
“¿Como terminar un amor?- ¿Cómo termina?
Nadie sabe. Sea lo que fuere el objeto amado,
desaparece, o pasa a la región Amistad

-(Ojo, lo escribe con mayúsculas.
Me río cuando llego a eso)-
El amor que ha terminado se aleja
hacia otro mundo a la manera de un navío espacial
que cesa de parpadear: el ser amado resonaba
como un clamor y helo aquí de golpe apagado
(el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera).


Leo y pienso.
Estoy en el baño.
Haciendo fuerza,
¿de qué me habla este tipo?

El amor se va a otro mundo como un navío espacial.
Si. Tirando la cadena se va.
Como con los zoretes.
Yo también tiro la cadena y ellos se alejan
como navíos espaciales, hacia otros mundos.
Y también se alejan mediante un clamor
a veces con tanto clamor que hasta me salpican.

Pero esta vez no puedo olvidar el amor,
-en realidad no puedo cagar-,
pero Barthes me pone lindo
y hablo raro y con imágenes.

Leo. Hago fuerza, nada.
Meo, eso sí. De sentado, como las mujeres.
Me la sacudo, salpico. Es obvio, estoy sentado mientras me la sacudo.
Podría decir que despido las gotas de meada, pero no.

Barthes me llama, me roba la atención
me seduce, me habla, me preocupa.
En realidad me preocupa no cagar.
Fui a cagar y terminé bartheseándola.
Terminé haciendo cualquier cosa menos cagando
(que era a lo que había ido).
Me resigno, parece que otra vez no cago.
Le voy a decir a mamá que me compre Activia.
Pienso que con eso tal vez lo arregle.
Pienso que más tarde se va arreglar.
Fui a cagar y terminé haciendo otra cosa diferente.
Fui a cagar y lo terminé pasando para después.
Diferir y diferenciar. La Différance.

Me resigno, hoy no cago.
Mañana será otro día.
Me golpean la puerta.
Peor, así nunca voy a cagar.
Me dicen que me suena el celular.
Afino el oído, se escucha el leve ringtone
de la voz susurrante de Elliot Smith.

Soy un hombre cagando en el baño
mientras sostiene un libro de Barthes
y el celular lo llama con la voz de Elliot Smith.
Soy la representación terrenal del Bafici.

domingo, 13 de mayo de 2012

Scott Pilgrim addenda: Wallace Wells, the infinite greatness

Wallace Wells, roomate
Everything's Wallace's stuff
He loves to drink a little bit


Or a little bit more
Or way, way more
He can be somewhat aggressive
Or subtly insultant

But, inside, he's a sweet crying baby

He's like a second mother to Scott
a good trainer


a dedicated chef


and an excellent love counselor.
He's very friendly
and loves partying.









domingo, 22 de abril de 2012

Ciencias Morales de Martín Kohan: un hedor insoportable.

Domingo tres de la tarde, cappuccino en mano, pienso. Pienso en la novela de Martín Kohan como algo que huele mal, un objeto perfectamente limpio pero que cuyo olor es insoportable. Al texto le pululan varias moscas, no tantas, pero supongamos que cada una de ellas refugia una idea. Una premisa en cada uno de sus estómagos. La imagen es mala, pero me sirve para recortar, para matar moscas de las que no quiero hablar. Imagínenme con resaca y con un matamoscas en la mano. Estoy cantando «tanto pop nos hizo mal nena» de La gran serpiente cósmica y empiezo a los raquetazos. Sólo logro divisar dos (sé que hay más moscas, en mis brazos, en mis orejas, pero el alcohol en sangre funciona como un anteojeras para caballo). Mi primer smash fulminante es para la idea de pensar a Ciencias Morales a partir de la configuración de su personaje principal: María Teresa. Este personaje, una preceptora que viene a ocupar el primer eslabón de una larga y jerarquizada cadena destinada a preservar el orden y la rutina de todos los días, pareciera servir de ejemplo para sostener de un modo ingenuo la realidad de la obediencia debida: no sabe, sólo recibe órdenes y actúa por ellas. Marita parece ser un simple medio[1]: joven, inocente e ignorante, actúa como una inflexible creyente que cumple a rajatabla todos los mandatos y preceptos que su jefe de preceptores, el señor Biasutto, le ordena. «Oh nena, hoy no tengo ganas, no nena». Pienso en Julieta Zylberberg y en su soberbia actuación al frente de este papel[2]. Tomo un sorbo de cappuccino. No quiero escribir sobre cómo esta preceptora comienza su educación sentimental y sexual en los albores de un Colegio Nacional de Buenos Aires de 1982. No. Sigo con los raquetazos: mi segundo smash revienta la idea de pensar esta novela a partir de la microfísica del poder. El Colegio Nacional de Buenos Aires (¿recinto del saber o lugar en donde se tallan conductas?) funciona aquí como un espacio en dónde los engranajes opresivos del poder convierten al ámbito escolar en una fábrica de cuerpos homogéneos. El foco de la narración se centra en el detalle, en lo micro, en el comportamiento y en la vestimenta indiferenciada de los alumnos, potenciales subversivos que deben ser curados de raíz. Entonces, si una manera posible de entender el proyecto de escritura de Martín Kohan es suponer que su Ciencias Morales es la respuesta a la pregunta: ¿Cómo narrar el Horror? debemos suponer que esta novela instaura una narración del horror en lo cotidiano: una indagación acerca de cómo se filtra esa atmósfera opresiva en la experiencia particular de los sujetos. Sujetos que por lo general pertenecen a esa zona gris de lo mediocre, lo insulso y que precisamente por ello ponen en tela de juicio los alcances, implicancias y efectos de la obediencia debida.
No quiero escribir sobre eso, sobre cómo la ideología dominante contamina las políticas educativas y moldea los cuerpos de su ecosistema. No, basta leer el capítulo III. Disciplina: cuerpos dóciles (Pág. 82) de Vigilar y castigar (1975) de Michel Foucault y el texto Subversión en el ámbito educativo. (Conozcamos a nuestro enemigo) que promulgó el gobierno militar en octubre de 1977, para tener una idea bastante rica sobre el tema. «Nena, nena, nena, oh». El cappuccino ya está frío y ya no tengo moscas que matar. Ha quedado sólo el hedor, sólo la atmósfera viciada, nada de cuerpos contaminados; un hedor que no se ve, que es invisible pero que está, algo incorpóreo que no se puede agarrar pero sí sentir. Si hubo algo que supo materializar extraordinariamente Kohan en la escritura de su novela fue precisamente ese hedor, que no es otra cosa que la atmósfera propia del Terrorismo de Estado. A través de una forma construida a partir de silencios, elipsis, lagunas, envíos, fragmentos, citas, títulos de otros textos, etc. logró construir una atmósfera gris, oscura, propia de una época en la que si se habló, fue para no hablar[3]. El contenido y la forma pergeñaron para hilvanar un clima de encierro, una atmósfera de subordinación: (“la suspensión espesa de un aire turbio” –Pág. 169- ).
Acá, en mi escritorio, con mi cappuccino ya frío, con los cuerpos de las moscas ya muertas, con unos estómagos ya sin ideas, sin ruidos, incapaces de zumbar, dejo de cantar y pienso; pienso en mi lectura, en una lectura que sólo se ha quedado con ese hedor, ese aire alienante que recorre los pasillos del Colegio, también sus baños, sus aulas, sus personajes: “Una luz de día nublado flota siempre en los claustros del colegio; nada cambia que afuera brille el sol o no brille el sol.” (-Pág.18-); “Bajo los muros del colegio, densos como su historia, el silencio es total.” (-Pág.32-); “(…) ella presiente un aire siniestro al tratar de adivinar la existencia de los túneles secretos.” (-Pág.34-); “[el personal de limpieza] Son personas muy calladas, visten guardapolvos azules, sus nombres nadie los conoce y durante el horario de clases nunca se los ve.” (Pág.-91- ). 


[1] “Tampoco ella sabe con precisión qué es lo que está pasando, aunque se desenvuelva con la resolución de los que sí saben. Tampoco ella tiene las ideas claras.” Pág. 35.

[2] La mirada Invisible (2010) dirigida por Diego Lerman.

[3] Esta estética del decir de la ausencia la instaura Ricardo Piglia con su Respiración Artificial (1980): “ Como usted ha comprendido, dice ahora Tardewski, si hemos hablado tanto, si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada sobre él, sobre el profesor. Hemos hablado y hablado porque sobre él no hay nada que se pueda decir” (Pág. 215).

domingo, 15 de abril de 2012

Scott Pilgrim rules!


Bruno diría que Scott Pilgrim supo captar el zeitgeist[1] de una generación, de esta generación, la mía, la tuya, la nuestra. Es que a Bruno le gusta mucho usar esas categorías en alemán como zeitgeist, weltanschauung o weltliteratur. En este caso, Bruno, tenés razón. Esta serie de novelas gráficas (seis en total), escritas y dibujadas por Bryan Lee O’Malley, narra las aventuras por las que tiene que pasar un joven veinteañero canadiense para poder quedarse, al fin, con la que es –literalmente– la chica de sus sueños. 

Ramona Flowers, y sus cambiantes colores de pelo
Scott tiene 23 años, no trabaja, no estudia, es el bajista de una banda de rock y vive en un monoambiente con Wallace, su amigo homosexual con el que comparte la cama (en realidad, un colchón en el piso) y que es también el dueño de todo lo que es útil en la casa. Scott es desconsiderado, egoísta, holgazán y desagradecido. En fin, es nuestro héroe. No un héroe superpoderoso, patriotero y justiciero. Scott no pretende erradicar el mal de las calles de su ciudad, ni del mundo, ni de la galaxia. 

Al comienzo de la historia, Scott está saliendo con Knives, una inocente high-scholar de origen chino, cuando en sus sueños comienza a aparecer, recurrentemente, una misteriosa joven montada en sus rollers. Finalmente, Scott conoce a la chica de sus sueños. Se llama Ramona Flowers, es estadounidense y trabaja para una empresa de mensajería (por eso los patines). [Confesión: creo que no me había enamorado tanto de un personaje de ficción desde la señorita Cora de Cortázar]

Scott insiste hasta que logra que Ramona acepte salir con él. Pero ese fue apenas el primero de tantos y mucho más difíciles obstáculos. Para conquistar el corazón de Ramona, Scott deberá enfrentarse con sus siete malvados ex-novios y derrotarlos. 


Como es evidente, el argumento de la historieta no es nada nuevo. Lo que ha convertido a Scott Pilgrim en una obra novedosa, diferente, divertida, genial es su forma, su resolución narrativa, tanto al nivel del guión, como también en la faz gráfica. No sería muy descabellado definirla, entonces, no como una historieta –o novela gráfica– sino como un videojuego no interactivo. Los personajes están, pero no podemos moverlos; ellos solos se desplazan en las pantallas/páginas de esta obra a la que nada le falta para estar entre los mejores videojuegos de plataformas que hayan existido. Tan sólo eso (aunque no sólo eso) alcanza para explicar por qué Scott Pilgrim lleva la marca de esta generación. 

¿Logrará derrotar finalmente a los siete malvados ex de Ramona y conquistar su corazón? ¿Qué obstáculos, qué pruebas deberá superar para lograrlo? Quien quiera saberlo deberá leer los libros. O mirar la película, pero ¡vamos!, nunca es lo mismo. Les aseguro que, como dice en el subtítulo de la película, Scott Pilgrim es «an epic of epic epicness» (Aproximadamente, una epopeya, de épica epicidad), tal vez la primera del mundo posmoderno hecha en forma de historieta. 

Wallace Wells. Rating: Cool gay roomate


[1] Zeitgeist significa, aproximadamente, el espíritu de una época.

domingo, 12 de febrero de 2012

El juego de Karadagián



Toda madre siempre soñó tener
(un hijo con)
esos bigotes

Pablo Katchadjian es el orgulloso poseedor de un apellido tan curioso como su bigote. Pero también es escritor y, de a ratos, interventor literario. Si algo cae en sus manos hay una alta probabilidad de que alguna mutación ocurra, que el libro cambie de forma, que se achique, que se engorde, que sus palabras se ordenen alfabéticamente o sus oraciones pasen de ser últimas a primeras. Así fue, por ejemplo, que por obra y gracia de las manos de Karadagián (como cariñosamente le digo para no acalambrarme la lengua) vieron la luz del mundo el Martín Fierro ordenado alfabéticamente o El Aleph engordado. Este último provocó otra reacción, y así fue que por obra y gracia de la Kodama, las manos de sus abogados dieron vida a una denuncia penal contra el engordador de libros.



Pero también es escritor...


Qué hacer no es una más de las intervenciones de Katchadjian, aunque su nombre sea el mismo que el de un libro de Lenin. Qué hacer es una novela (¿lo es?) salida de la pura imaginación de su autor. Pero para comentar la novela, ya que a Karadagián le gustan los experimentos con palabras, pensemos en esta novela como el resultado de lo siguiente. Digamos que para escribir esta novela el autor tuvo que participar de un juego, y más precisamente, de un juego de cartas (naipes o barajas en el español de por allá). ¿Qué es lo más importante para jugar a las cartas? En principio, necesitamos, siempre, un mazo. La diferencia es que en este mazo literario, en vez de ochos de oro, cuatros de copa y reyes de espada, las barajas representan elementos básicos, algo así como ingredientes narrativos: alumnos de dos metros y medio de alto que engullen personas, universidades inglesas, clases sobre León Bloy, escobas de oro, viejas desnudas, trapo viejo (y olor a), islas que no se ven, coros de bebedores, barcos que son puentes (y a la vez universidades inglesas).
 "El alumno, descontento con la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca. Pero aunque esto parece peligroso, no sólo los alumnos y yo nos reímos sino que Alberto, con medio cuerpo adentro de la boca del alumno, se ríe y dice: está bien, está bien."
 "Estamos en un barco y se ve, a lo lejos, una isla a la que Alberto quiere ir. Me dice: en esa isla está todo. De repente notamos que el barco, que a la vez es un puente, está lleno de gordos muertos; Alberto me dice: murieron, pero por un problema de obesidad. Le pregunto, un poco sorprendido, qué quiere decir con el «pero». Alberto, un poco molesto, me chista y me hace un gesto con la mano para callarme porque está muy concentrado mirando la isla y repitiendo «ahí está todo»."
 "Se oye, desde el techo roto, el canto de una vieja con muselina en la boca; de fondo, un coro de ochocientos bebedores que dice: la guerra es / todo lo que ves / este terror."
El autor (que en este caso es el jugador) toma el mazo, mezcla las barajas y como si fuera un tarotista va arrojando las cartas sobre la mesa. A medida que los ingredientes narrativos van apareciendo uno arriba del otro, uno al lado del otro, las escenas se van formando por yuxtaposición de los elementos que representan, y así, se van escribiendo los fragmentos hasta agotar las cartas. Con todo el mazo sobre la mesa, el capítulo se termina, se pone el punto final, se recogen las cartas, se mezcla, corta y vuelve a barajarse. Con cada nueva mano, un nuevo capítulo se escribe, pero cada vez la combinatoria de las cartas es diferente. El jugador repite el proceso hasta... bueno, hasta que se pudre, tira el mazo a la mierda y se va a mirar televisión. El resultado: un libro de fragmentos yuxtapuestos, de escenas que se repiten, que se modifican ligeramente, que desparecen y vuelven a presentarse muchas páginas después.

Preocuparse por las tapas
también es editar



Qué hacer


Pablo Katchadjian

Bajo la luna (2010)



martes, 31 de enero de 2012

Cecilia Palmeiro: Desbunde y felicidad

Reunidos en Asamblea General Ordinaria, nosotros, los integrantes responsables de la Asociación Amigos del Kraken (también conocida como La Orden del Kraken) declaramos de interés público y promovemos la publicación de la siguiente reseña en medios masivos de comunicación (léase Clarín, La Nación, Perfil o cualquier otro tipo de corporación pseudo-mafiosa dedicada a difundir falsedades diarias). El Kraken se reserva el derecho de obtener regalías por la publicación de esta nota, destinándose los fondos recaudados a lo que la Comisión Directiva de la Asociación así lo disponga y no contrayendo con el autor ninguna obligación monetaria, siendo el mismo libre de publicar su texto dónde así lo desee. 

A los 31 días del mes de enero del año 2012 (Año del Fin del Mundo) 

Asociación Amigos del Kraken.



Cecilia Palmeiro. Desbunde y felicidad: De la Cartonera a Perlongher

por Carlos Leonel Cherri


Cecilia Palmeiro
El libro de Cecilia Palmeiro, Desbunde y felicidad: De la Cartonera a Perlongher, fue escrito originalmente como tesis de doctorado en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Princeton, pero el itinerario que recorre y el trabajo de fuentes que realiza –especialmente con documentos y revistas de agrupaciones políticas LGTTTB– marca un recorrido que entrelaza lugares (Buenos Aires, San Pablo, Río de Janeiro, Londres), textos (panfletos políticos, literatura, crítica, ensayos, entrevistas) y temporalidades: desde finales de los 60’ hasta la primera década (00’) del nuevo milenio, donde el 2007 marca un corte/tope en el presente: un pasado reciente.

Si aceptamos que todo título es una forma de promesa, o marca el trazo de un devenir (el del desbunde y la felicidad) se puede pensar por algunos momentos que el camino en retrospectiva (de la Cartonera a Perlongher) que el título promete es una farsa. Y tal acusación se basa en términos estrictamente formales. Puesto que el libro se divide en tres capítulos que marcan un devenir opuesto (el del “curso histórico”): “Locas, milicos y fusiles: Néstor Perlongher y el Frente de Liberación Homosexual”, “El Brasil de la apertura: devenires minoritarios”, y el último y más largo “Buenos Aires era una fiesta”.

Sin embargo, la promesa es cumplida puesto que a lo largo del libro, en la introducción y en su conclusión especialmente, la autora exhibe las premisas de su dispositivo crítico, cuyo trasfondo teórico se basa en una lectura benjamineana que busca en lo ruinoso, en el pasado trunco, en el deseo irrealizado, cuyo eco contorna la emergencia y ruinosidad que retumba en el presente, y es este último el vínculo (el link, el salto virtual) hacia un pensamiento: las antiestéticas de lo trash, las subjetividades en fuga (diaspóricas y mutantes), lo queer. Se trata “de captar los impulsos insurgentes de la sociedad y proponer nuevos modos de experimentar la subjetividad, el cuerpo, el lenguaje y la tecnología” (p. 18). Es en ese yire (que marca una oscilación corporal y un vagabundeo teórico o viceversa) donde la autora capta el devenir retro: en el choque de fuerzas que produce un estado de la imaginación que es el presente (la Cartonera) se produce un punto de fuga a experiencias radicales que pueden tener el nombre de Perlongher o de lo queer. De modo que el primer postulado del dispositivo-Palmeiro radica en captar la emergencia/impulsos-insurgentes como forma de pensar la novedad radical de un tiempo (histórico) y la temporalidad (ahistórica, anacrónica) que gesticula (lo neobarroco como eco anticipado de la teoría queer, parafraseando una cita de Daniel Link que Palmeiro recuerda). 

Para pensar ese devenir-presente-reciente Palmeiro encuentra en Perlongher un recorrido práctico-teórico y material-histórico. Que no pasa por hablar del cuerpo (de su representación) sino de captar su puesta (un “poner el cuerpo” militante, erótica, estética, y antropológicamente) como modo de encontrar una experiencia-pensamiento que es también la tesis del primer capítulo: “toda su producción [la de Perlongher] puede ser pensada como una poética y una política del cuerpo desterritorializado por un deseo que puede ser ‘una pasión de abolición’ alzada contra toda institucionalización identitaria, jerarquizante y ordenadora, y como una ética de la sensualidad dionisíaca” (p. 19). De ese modo (luego de criticar las lecturas locales que priorizan lo poético y las brasileras que lo olvidan en pos de la producción antropológica) aborda los textos de Perlongher (poéticos, críticos y antropológicos) a través de una ética del cuerpo que condensa la política y la estética de una forma de vida: “La escritura aparecerá entonces como radicalización de una experiencia vital que es, fundamentalmente, una erótica y una política” (20). En ese rumeo de la experiencia-Perlongher que la lleva de Argentina a Brasil (ida y vuelta) Palmeiro deja ver otro claro postulado de su dispositivo crítico: toda historia es fundamentalmente la historia del cuerpo –porque es en él donde la inscripción encuentra su procedencia (Herkunft). 

Y con esa premisa articula el cuerpo-Perlongher: militante que piensa a la teoría como formulación verbal de la praxis (poner en la boca aquello que gesticula el cuerpo), marica-proletario que de la forma de vida construida (el puto de barrio, el barroco de trinchera) hace un dispositivo de lectura-escritura que emerge en sus textos antropológicos (O negocio do Miché, O que é a AIDS) y poéticos (una antiestética basada en el trasheo), y en sus pensamientos políticos que escogen a la mutación y al devenir-menor (contra cultural-genérico) como forma radical de subjetivación y disidencia micropolítica. 

La arqueología o archygrafía del cuerpo-experiencia-Perlongher (que es la experiencia neobarroca-queer de los 70-00) que realiza Palmeiro puede ser captada sólo en la remembranza (recordar, re-armar un cuerpo) de un pensamiento: la lectura de Deleuze, y de Guattari y Rolnik (Micropolítica. Cartografías del deseo); las discusiones políticas del FLH, el viaje a Brasil, las escrituras, la emergencia del Sida, la desidentificación. Y en ese gesto crítico podemos ver un tercer postulado: realizar una archygrafía-logía –pensar (lo) insurgente– implica someterse al, y captar el goce del texto en un proceso de asimilación, devenir y mutación estratégica: contagiarse, hacer alianza e inmixión con el (lo) diferente (de ese pensamiento)

Ya en Brasil (en el segundo capítulo) Palmeiro propone abordar el diálogo/influencia del pensamiento homo-feminista-antipatriarcal (rastreando el viaje de Perlongher) en las discusiones políticas de la época del desbunde: destape, pero también quilombo o despelote. Las propuestas y funciones de su lectura vuelven a repetirse: captar la emergencia, la informidad de lo nuevo. Así grafica las discusiones políticas del grupo SOMOS (surgido en 1978, nombre que homenajea a la revista del FLH) cartografiando una temporalidad: se trata de nuevo, pero ahora en Brasil, de la decantación de la política por lo político como sucedió en el presente (el “que se vayan todos”). El Movimiento Homosexual Brasileiro (MHB), especialmente la deixis colectiva del grupo SOMOS entra en diálogo no sólo con los principios y postulados de los movimientos antipatriarcales (para generalizar) de los 60-70 en Argentina, sino que es un antecedente más de las agrupaciones independientes, cooperativas, movimientos de desocupados en la Argentina de la crisis: es decir autonomistas, horizontales, micropolíticos, radicales en sus planteos minoritarios (en términos deleuzeanos). En uno de sus primeros documentos (A nossa proposta) el colectivo lo explica: “a mudança tem que se iniciar em nós próprios, na luta contra o nosso machismo e o nosso autoritarismo […] Nosso grupo não tem líderes nem pretende tê-los […] estamos tentando aliar política e prazer” (105). 

Las discusiones que recupera Palmeiro (y vale elogiar su trabajo de fuentes en Brasil) la llevan a captar nuevas voces: Leila Míccolis, João Silvério Trevizán, pero especialmente Glauco Mattoso, pues su libro Manual do podólatra amador fue epilogado por Néstor Perlongher a través de un texto titulado “O desejo do pé” (1986). 

En ese tejido de voces Palmeiro avanza con la lectura del Glauco buscando en los diferentes textos (en el desbunde genérico de su obra) la materialidad de una experiencia histórica (militante, literaria, teórica, publicitaria). Y encuentra en el sacanagem (joda, pero también joder en el sentido de perjudicar a otro) al nombre de autor y a la antropofagia mediante la estética de la coprofagia (que “entiende la herencia cultural como puro desperdicio”); pero también al erotismo a través de la erótica (molecular) del pie que hace del olor un epicentro del deseo (desplazando lo molar que puede asociarse a lo genital), debido a que –bien capta Perlongher– “los besos en los pies son AL PEDO” (127), y ahí, afirma Palmeiro, erótica y estética se conectan corporalmente (sexitextualidad es llamado este vínculo). 

Lo que encuentra la autora en estos recorridos de Argentina-Brasil son prácticas (acciones políticas-artísticas) y formas de vida que sacan a la literatura de sí. Formas de politización del arte que deparan en el lugar que tienen los documentos culturales a la hora de trabajar sobre la percepción afectando los procesos de singularización o subjetivación. En el caso de Perlongher se trata de una voz de puto de barrio que a través de un barroco de trinchera (neobarroco) hace de la escritura una máquina de guerra que trashea (hace lixo) el lujo (luxo) de los documentos del patrimonio cultural y su promesa de normalidad (clasificación, disciplinamiento) afianzada a la moderna “civilización” capitalista; y en el caso de Mattoso se parte de los vínculos con la literatura marginal brasilera de los 60’ (literatura de cordel, libritos baratos y artesanales, una mezcla de basura reciclada y literatura denominada lixoratura) para repensar las funcionalidades de las intervenciones de Mattoso que al incorporar fragmentos de lo real (realias) propone una “literatura” que hibrida géneros (periodismo, poesía, autobiografía, pornografía, discusiones políticas) y formatos (libro, volante, panfleto, correspondencia), estableciendo relaciones éxtimas que disuelven cualquier dialéctica entre un adentro y un afuera sacando de quicio la institución literaria. 

El último capítulo del libro es quizás el más rico y denso. No sólo por su extensión, sino por lo abarcativo y diverso del corpus literario que trabaja (Cesar Aira, Cecilia Pavón, Gabriela Bejerman, Fernanda Laguna, Pablo Pérez, Dani Umpi, Alejandro López y Whashington Cucurto) además del recorrido crítico-teórico que intenta terminar de pulir en este capítulo: una reflexión sobre el estatuto posautónomo de lo literario que lejos de tener que ver con lo liberal de la escritura se manifiesta a través de una politización del producto artístico (autor, editor, agente publicitario, narrador entran en un juego de pliegues y continuidades) en términos benjamineanos. 

Si el arte cambia las formas de lectura y vinculación con dichas territorialidades es porque ella (pronombre que incluye a la crítica) se encuentra en proceso de crisis. Y ese nuevo umbral que atravesamos es el que el libro quiere recorrer. Porque esas experiencias truncadas que vuelven como eco (por las primeras ediciones y compilaciones de la obra de Perlongher, por el catálogo de Eloisa Cartonera, por los viajes de artistas, etc.) se disparan mostrando nuevas relaciones atravesadas por la vida: textos, emprendimientos culturales, cooperativas, música-artes-plásticas-literatura-poesía-cine (todo junto: es literatura porque no fue canción o guión de cine), militancia, etc. Donde la técnica lejos de descubrir algo viene a potenciar y poner en mutación formas de singularización ya presentes. 

Por lo tanto el último capítulo desglosa una serie de tópicos que de maneras específicas hacen síntoma en cada experiencia estética (perceptivas) en crisis: el régimen de extimidad radicalizado por el yolleo, por la hibridez genérica (blogs, chats, diarios íntimo-públicos), por la espectacularidad (la imagen que nos mira) y cuyos efectos hacen foco en la realidadficción (o realias, o restos de real) generando ambivalencia e imposibilidad de asir en lo que se refiere al estatuto de verdad o contacto del arte; pero también la imbricación entre lo público y lo privado. La vida se contamina (como la de Fernanda Laguna o la de Cucurto) de este estado cultural de radical diferencia: ya nos es imposible delimitar figuras como autor, estilo, obra y texto. Todos los objetos siguen la lógica del pasaje o el efecto de continuidad traumática con los sujetos ensayando nuevas formas de inmixión con el mundo. 

No es casual que estos textos desde diferentes tonalidades –(neo)pop electrónico (disco) y folk (bailanta), neobarroso(borroso), post-humanismo biopolítico, pornografía-masoquismo– exploren la posibilidad de la comunidad queer, es decir políticas de amistad (de alianza y contagio) que potencian la singularidad de sus rarezas. Y esa exploración está puesta en realidadficción: se explora desde lo literarario pero también desde las técnicas (del yo): la galería de arte Belleza y Felicidad, las Cartoneras como el nuevo boom (trasheado) latinoamericano-mundial, la militancia, la micropolítica. 

El libro de Cecilia Palmiero es un nuevo agite para pensar el presente, y esa propuesta incluye todo aquello (que nos) reciente histórica y anacrónicamente. El dispositivo de lectura que monta es también una máquina de guerra que hereda de la enunciaciones colectivas la unión de lo queer con lo trash potenciando los alcances de estos conceptos. 

Revelarse contra la identidad en tanto captación del mercado (guettificación) que fetichiza la diferencia es su propuesta: lo queer nunca puede ser identitario (lo gay como nicho de mercado por ejemplo), por el contrario es la fuerza de la diferencia enviada hacia la exploración de la rareza. No es casual que el libro concluya hablando de Tu Rito que “no es ya una galería de arte ni una editorial”, sino “un espacio de ‘experiencias’ colectivas” donde no hay puertas, no hay nada a la venta, y salvo algunas noches, nadie atiende o recibe. Máquina de guerra y agite cultural –como Tu Rito y las experiencias que recorre– el texto quiere pensarse como arenga política deseosa de antítesis, o antídotos contra la mercantilización del arte, la privatización de los espacios públicos y la diferencia a través de la reinvención y mutación soberana de sí (p. 339-340). 

Santa Fe, 27 de Enero de 2012.

viernes, 13 de enero de 2012

A The Wire. Un homenaje.




Nadie gana. Solo un bando pierde más lentamente que el otro.


¿Spinoza? ¿Descartes? ¿Algún estoico? ¿El renacer helenista de la Alemania del Siglo XIX? No. Simplemente un policía. Quizás allí radique el porqué termine prestando servicio a las fuerzas educativas y deje de lado las instituciones políticas.

En esa simple frase de Pryzbylewski (la difícil pronunciación de su nombre solo se compara a su grandeza), se esconde el sentido totalizador de The Wire. Que un simple policía revele esta verdad en la cuarta temporada demuestra la grandeza que hay detrás de esta serie.

5 temporadas, 60 capítulos, infinidad de escenarios y lazos que se cruzan, una cantidad bastante considerable de policías, ladrones, mafiosos, ladrones, políticos y traficantes de droga. Cada temporada se centra en un aspecto, a veces más definido, a veces de límites difusos, de la conformación de Baltimore como un todo. Así como Ítalo Calvino intentaba mostrar una ciudad donde todos los aspectos queden abarcados, en la ya clásica “Las ciudades invisibles”1; David Simon (creador de la serie, gurú y exponente del hipsterismo televisivo) nos traerá a nosotros a Baltimore en un intento de plenitud total (redundancia on). Su sistema educativo, su sistema político, su sistema comercial, su sistema de seguridad, la burocracia, estas serán las grandes moiras que tejan el destino de toda la serie. 2

En la afirmación de Pryzbylewski (o Prez, o Mr. Prezbo) vemos cómo ningún lado de la ciudad va a ganar. Ni los buenos ni los malos, ni los garcas ni los honestos ¿acaso queda alguno?, ni los blancos ni los negros. Solo serán pequeñas victorias transitorias o momentos de pequeño jolgorio para uno u otro bando. Cada “victoria” en algún lugar terminará resultando en una derrota hacia otro lado, rememorando el viejo concepto newtoniano de que para toda acción ocurrirá así una reacción de igual magnitud y en dirección opuesta. En hechos, si le pongo plata encima a las escuelas, le saco a la policía. Si creo un asesino serial surgirá siempre algún imitador (un copycat en jerga poli de yanquilandia). Si abandono la escuela empiezo a escalar socialmente en el mundo de las drogas, y así podríamos seguir mucho tiempo más.

Uno de los aspectos más importantes que presenta The Wire es la conformación de sus personajes, podemos constantemente estar cambiando de personaje favorito odiándolo o amándolo según en qué nuevo lío se esté metiendo. De hecho el “personaje principal” Jimmy “Macanas” McNulty se da el lujo de desaparecer casi por completo en la penúltima temporada y reaparecer sobre la última temporada en su máximo estado de ebriedad, desenfreno y locura. Pocas veces tuve la oportunidad de lamentar tanto la muerte de un personaje como cuando muere *spoiler* Bodie *spoiler*, llegar a identificarte con “el malo” de algo es sencillo, hace falta poner a un tipo medio loco, que se atreva a decir lo que todo el mundo piense, pero a veces elije callar y listo, el lazo identificatorio con el villano ya está forjado. Pero crear un lazo emotivo, y no simplemente de mera identificación, sino casi de amistad es algo mucho más difícil de lograr. Y ahí es donde The Wire demuestra su grandeza. Siempre va a haber alguien más garca y con menos códigos, y a veces no es el simple negro que vende drogas en la esquina, a veces es el jefe de la policía. Es casi utópico ver la serie sin pensar en encontrar dónde se esconde cada personaje en el mundo que nos rodea ¿Cuál es el policía mas garca? ¿Cuál es el político con aparentes buenas intenciones que nunca termina de completar una buena acción? ¿Cuál es el líder sindical que tiene casi la misma fuerza que cualquier político?

Lo que mejor sabe hacer la serie es pararse y mostrar, y dejarnos a nosotros el papel de decidir nuestros aliados y enemigos. No se trata acá de mostrarnos y enseñarnos cuál es el bando bueno y cuál es el bando malo, de ahí también esos finales tan impredecibles para cada personaje mueren los que eran intocables, ascienden los que eran inútiles, descienden o son despedidos los aplicados.
El destino como gran fuerza motora (si, otra vez lo griego) no tendrá así papeles importantes para desarrollar y es así como vamos a ver que se puede escapar a una realidad que parecía casi ineludible, eso sí, solo va a ser necesario saber qué culos lamer y qué cabezas cortar.

Anécdota intrascendente.

Ayer mismo acompañe a mi hermano a una ferretería y lo intimé a que compre una pistola de clavos. El chiste fue excelente, además, debo aclarar que logré de manera bastante acertada (al menos a mi parecer) la horripilante voz de Snoop. Como era de esperarse mi hermano no supo identificar la referencia a una serie que no vio y probablemente no vea. Y es allí donde pensé que por un breve momento le estuve devolviendo a The Wire, al menos un poco de todo lo que me dio durante 5 temporadas.


Lo que intentaba ser un post sobre The Wire terminó siendo una gran nadería. Si usted ya vio The wire y quiere leer algo como la gente, hágase un favor, pase por acá http://elbailemoderno.blogspot.com/2010/06/visite-baltimore-una-apreciacion-de.html
(Aclaro. El epígrafe que usan, es el mismo que usé yo. Yo no se los robé, al contrario, cual Borges y sus precursores, ellos me robaron el epígrafe a mí).


1-Aclaro acá que nunca leí el libro y no sé muy bien de qué trata, así que la simple referencia puede no corresponder con la idea.
2-Infinidad de escritos sobre The Wire encuentran puntos de contacto con la tragedia griega. Yo no quería ser menos.