domingo, 29 de diciembre de 2013

Tan cerca, tan lejos. Revolución y corrección política en "El camino de Ida"



1. Con el correr de los años y los textos ya se puede afirmar que existe algo así como una forma sedimentada y reconocible del relato pigliano, a saber: construcción de una trama vagamente policial en la que se insertan reflexiones críticas sobre literatura que ayudan a resolver el enigma (o al menos metaforizarlo). El problema para Piglia parece estar siempre en torno a cómo construir o encontrar esa anécdota que haga posible su andamiaje teórico, o que es lo mismo decir, cómo justificar narrativamente la incorporación de sus lúcidas lecturas críticas. Toda su obra puede clasificarse y analizarse según el movimiento dialectico entre lo novelesco puro (ese imposible) y el trabajo crítico, en el que estos se relacionan, colisionan, se diluyen uno en el otro, etc. Con un poco de imaginación podría pensarse su obra a partir de este gráfico:

 

Analizando su obra rápidamente desde este prisma podríamos pensar que no es sorpresivo por ejemplo que Plata quemada se haya convertido en la novela más vendida de Piglia y la única adaptada al cine, ya que allí se produce una depuración del trabajo metatexual o teórico, volviéndolo en algún punto su texto más visual y genérico. Quizás teniendo en cuenta ese movimiento constante de su obra Respiración artificial pueda considerarse la síntesis del programa de Piglia porque los elementos ficcionales y las reflexiones sobre la literatura se compenetran de tal forma que logran algo nuevo. Allí la acción parece ser más mental que física, pero aún así hay algo del orden de lo dramático, es decir de lo corporal (que la crítica literaria tiende a cercenar para intentar constituir la objetividad de su discurso) que es imprescindible para que las ideas cobren forma. Por eso es entendible que textos como El último lector o Formas breves incluyan esos breves pasajes ficcionales en primera persona que no aportan mucho a sus exposiciones sobre Kafka, Joyce, Borges o Wittgenstein: la crítica debe estar siempre situada, sino es inocua, autista. Una teoría literaria, parece decir Piglia, debe ser a su vez una teoría de la experiencia.

2. ¿Por qué esa obstinación en juntar estos dos discursos? Piglia aborrece de la academia no sólo en tanto institución (en El camino de Ida esto se vuelve visible en sus descripciones del campus universitario y las conductas de su fauna) sino como práctica intelectual, ya que en ella el conocimiento parece escindido de la experiencia. Es decir, a pesar de su tarea como docente universitario (que en algún punto no se encuentra tan alejada de su ethos: la labor docente se caracteriza por montar una escena educativa, una ficción con el fin de presentar los contenidos) Piglia le rehúye a las teorías literarias (aunque implícitamente las use), ya que para él saber leer es una mera cuestión de intuición que está relacionada, obviamente con cierta inteligencia abstracta y generalizable (sino sería incomunicable), pero también con un modo particular de vivir la literatura (¿se lee como se vive?) irreductible. En este marco para Piglia la literatura es importante porque su lectura e interpretación nos ayudan a leer los signos de lo real. Pero no porque lo real tenga su lógica y la literatura nos ayude a entenderla metafóricamente, sino porque lo real es bovariano, es decir lo real en tanto tal no existe; lo real se expresa más fidedignamente en el mapa que en el territorio.

3. Leído bajo este prisma es sintomatico y obvio que tras el paso en falso de Blanco nocturno Piglia haya querido volver a terrenos ya conocidos. Es decir, la trama de El camino de Ida gira en torno de un profesor de literatura que intenta resolver/explicarse un crímen leyendo a Conrad… En esa síntesis burda (toda reducción lo es) ya se hacen visibles los hilos un poco predecibles que animan todo relato de Piglia. 

4. Aun los escritores con búsquedas intelectuales más complejas (Robbe-Grillet, Saer, Pynchon, Bolaño, Calvino) trabajan con el policial (entendido este en su sentido laxo, como una trama que gire en torno de una investigación). Es como si estos pudieran desembarazarse de todo (relaciones causales en la historia, psicología, personajes, unidad cronotópica) pero lo policial se mantuviera como el grado cero de toda trama, como un resto imposible que persiste a pesar de todo. Intuyo que el policial resulta productiva a tales búsquedas porque tematiza un proceso, una investigación, hay en él un enigma que debe resolverse. Ese centro vacio, carente de sentido representa de alguna manera la falta de sentido general. Hacer de la trama su búsqueda es intentar volver razonable el mundo, significativo. Piglia se inscribe en esa línea; para él el policial es un medio, nunca un fin.

4. En algún punto El camino de Ida es la novela más austeriana de Piglia, sólo que Piglia es mucho mejor que Paul Auster. En las novelas del neoyorkino generalmente hay un intelectual que escribe una obra maestra revolucionara estética y políticamente. El centro de la novela se trata de la búsqueda de esa obra o de su autor por parte de un tercero (un amigo o un familiar). Auster da vueltas en derredor de esa obra, escamotea la información sobre su contenido por obvias razones: no sabe ni puede imaginar ese texto, sino lo escribiría él. Pero Piglia se anima hablar sobre esa obra o, mejor dicho, glosarla.

5. El camino de Ida tiene profundas e interesantes reflexiones políticas: tópicos como la revolución, el individualismo, el comunismo, el anarquismo, el uso de la violencia revolucionaria y de Estado aparecen discutidas por sus personajes (no podía faltar, obvio, un personaje ruso para poder exponer las contradicciones de todos los temas juntos). De tales reflexiones uno puede advertir en la novela una reivindicación de una moral deleuziana y thoreauna de vida: nomadismo antisistémico (de ahí la referencia a escritores como Tosltoi, Quiroga, Hudson o Conrad que tenían un intenso contacto con la naturaleza), minoridad (Piglia siente fascinación por lo escritores como Hudson, Arlt, Joyce, Gombrowicz que escriben en la intersección de dos o más lenguas) y resistencia política; pero el problema (no porque haya uno solo, sino porque es, en definitiva, el único que importa) es que la novela lo hace desde el territorio, desde la seguridad de lo conocido. Todas las reflexiones están encarnadas en Thomas Munk (el matemático terrorista anacoreta): él las enuncia, él las experimenta. Renzi sólo las comenta bajo una forma narrativa y retrospectiva. Lo progresivo de la novela es el contenido (Munk), pero la forma (Renzi, alter ego del propio Piglia) es conservadora, genérica. Su impacto ético/estético es escaso porque la novela sigue atada a modos de representación demasiado clásicos (policial, romance, reconstrucción histórica). La novela (o Piglia) no cree o no puede llevar demasiado lejos aquello que enuncia y ese es su problema.

6. Entre tantas teorías, intentos de volver cada reflexión significativa y hacer que todos los detalle de la trama engarcen perfectamente Piglia subestima el valor de lo simple: leer los recorridos nocturnos casi etnográficos de Renzi por ese blanco y educado pueblo norteamericano o la cotideanidad ascetica y ritual de Munk en el bosque, seguir la deriva psíquica de esos hombres que se exiliaron del mundo para reencontrarse más intensamente con él, observar en las descripciones del mundo académico las relaciones de poder perfectamente anudadas que hacen del capitalismo americano una máquina contradictoria y siempre al borde de su disolución, pero justamente por eso, siempre nueva e indestructible; en esos momentos, a veces casi imperceptibles, Piglia se acerca a una suerte de verdad.


viernes, 29 de noviembre de 2013

Todo lo que sé sobre la vida lo sé por Marcel Proust

A Bruno, que sin haber leído a Proust, 
es el ser proustiano por excelencia.
A la Chica de Oro, que sin haber leído a Barthes,
definió maravillosamente el Querer-Escribir. 
A los osos, mis amigos piedra. 

I. Estábamos sentados en una panchería, Bruno contaba las puntas de su próxima novela (Argentina, usando a Moreno como pantalla, invade Angola y luego al resto del mundo), Jota Pe me miraba con desconfianza, como esperando el vuelto de algo que nunca compramos, y Chica de oro pedía para ir al baño. Eran casi las 3 de la mañana, yo estaba pensando en la cabeza de Fili, en cómo ésta había girado hace un rato en el recital de El mató, cuando me acordé de esta frase: recuerden que, hagan lo que hagan, todos (todos!) vamos a ser olvidados. La frase, dicha hace varios años por Bruno, no tuvo tanta repercusión en su momento. El kraken recién empezaba a desperezar sus tentáculos y su autor –lo conozco- sólo la había escrito para generar un poco de ruido. Esta vez fue diferente: la frase me agarró (el recuerdo, al erupcionar, le salen garras) con Proust leído

II. Proust funda en su monstruosa novela toda una teoría estética. Durante seis tomos se la pasa ejercitando –haciendo deporte- en los signos mundanos (va a fiestas, se enamora, pierde el tiempo) y recién en el séptimo, El tiempo recobrado, desenvuelve toda una teoría sobre qué es la escritura, qué es el arte, qué es la vida. Este pensamiento tiene -y en ésto Proust es sistemático- pasos, escalones que, al igual que cualquier gestión gastronómica o digitación en el piano, se nos prohíbe su salteo. Intentemos:

(a) La epifanía: En busca del tiempo perdido es, en esencia, en título, el emprendimiento titánico por parte de un hombre («un esfuerzo descomunal y el sacrificio de toda una vida» dirá Aira), de recuperar su pasado. Y lo primero que nos enseña Marcel es que éste no se recupera por medio del intelecto. Para recobrar el pasado debe tener lugar algo distinto que la operación del simple recuerdo como acto deliberado : tiene que acontecer un encuentro fortuito –una epifanía- entre una sensación actual (especialmente de sabor, olor, tacto o sonido) y un recuerdo, una evocación del pasado sensual (Nabokov, 1980). Una de las verdades absolutas que Marcel deja entrever aquí – verdad que Freud luego enmarcará dignamente- es ésta: al pasado no se lo debe buscar, éste aparece, si es que quiere, a través de pequeños acontecimientos, cotidianos, nimios. Al final, después de todo, mi vieja, El mató y Chica de oro tenían razón: la vida pasa por las pequeñas cosas, porque las únicas cosas que podemos encontrar están en nosotros mismos.  


Proust // El mató a un policía motorizado// El Lo-Fi como estética de vida // Mi vieja y la micro-física de lo cotidiano// Chica de Oro y la simpleza como anteojo teórico para observar las cosas del mundo. 



(b) El aprendizaje: La Recherche no consiste en la exposición de la memoria ni en el recuerdo involuntario, sino en la narración de un aprendizaje . La epifanía prostiana exige el trabajo del pensamiento, consiste en buscar –aprender- el sentido de ese signo que se nos aparece azarosamente y que recubre lo verdadero. El intelecto aquí, a diferencia del paso anterior, se erige como un eslabón fundamental, porque el pasado erupcionado (a Marcel se le manifestó, entre otras epifanías, por medio de la célebre magdalena ; a mí, a mí bueno, no sabría decirlo, no me acuerdo, no lo aprendí) debe ser trabajado por la razón, ya que si no se nos escapa, huye, se fuga y un hombre sin pasado ya no es hombre, es otra cosa, es un cuerpo sin verdades. 


“¿Qué es lo que el protagonista de La Recherche no sabe al principio del aprendizaje? No sabe que la verdad no tiene la necesidad de ser dicha para ser manifestada, y que tal vez podemos recogerla con más seguridad, sin esperar las palabras e incluso sin tenerlas en cuenta, en mil signos exteriores, incluso en algunos fenómenos invisibles, análogos en el mundo de los caracteres a los que son, en la naturaleza física, los cambios atmosféricos, etc.” (Deleuze, 1964)

(c) La verdad: la magdalena, los campanarios, los árboles, las losas y demás materias, son signos que al ser aprendidos develan la experiencia de lo verdadero. La Recherche es siempre temporal, y la verdad, verdad del tiempo. El tiempo recobrado es eso: un tiempo que se encuentra en el seno del tiempo perdido (el tiempo que se pierde enamorándose, trabajando, siendo) y que nos proporciona una imagen de lo trascendental: “un tiempo original absoluto, verdadera eternidad que se afirma en el arte (Deleuze, 1964)”. Aquí se puede entrever el platonismo de Marcel, ya que piensa que existe otra realidad que la que transitamos, una verdadera, una esencial y no mundana. 

(d) El arte, la felicidad, lo eterno: la única manera de alcanzar la experiencia de lo verdadero es fijar aquello aprendido en la escritura. El arte se erige aquí como el único territorio en el que la verdad puede ser: "Es preferible sacrificar toda la vida a la felicidad total que aceptar un trozo de ella (…) Ésta es la historia íntima de En busca del tiempo perdido. El recuerdo total responde a la transitoriedad total, y la esperanza únicamente reside en la fuerza para interiorizar esta transitoriedad y fijarla en la escritura. Proust es un mártir de la felicidad (Adorno, 1974)". 

En efecto, La Recherche es la historia de una escritura, la idea de que el mundo existe sólo para llegar al Libro (Vita Nuova// Vida y Obra // Barthes // Alberto Giordano). La obra de Marcel, en el sentido clásico –con pruebas, suspenso y victoria final- es la historia de un sólo relato: el de un sujeto que quiere escribir. Escribir para alcanzar lo verdadero y con ello la experiencia de lo eterno: 


“la esencia es algo en un sujeto, como la presencia de una cualidad última en el corazón de un sujeto; diferencia cualitativa que existe en la manera en que nos aparece el mundo, diferencia que, si no existiese, haría que el arte quedara como el secreto eterno de cada uno” (Deleuze, 1964).

Eternizar nuestro secreto en el arte. De eso se trata. De hacer de la vida una obra. Marcel  lo supo y por eso sacrificó su vida. Escribió de noche, durmió de día, se aisló del mundo, vivió fuera de él. « ¡Qué oficio desgraciado! ¡Qué maldita manía! Bendigamos, sin embargo, este querido tormento. La vida sólo es tolerable a condición de no estar jamás en ella» dice Flaubert.


Epifanía // Aprendizaje // Verdad // Arte // Felicidad // Eternidad // 

III Chica de Oro come su pancho, yo mastico mis papas fritas. Jota Pe ya no sólo me increpa con la mirada sino que se abalanza sobre mí con el dedo y ataca mis gustos de industria cultural. Se mete con Andy kusnetzoff, con Germán Paoloski, Bruno y Fili lo secundan y yo trato de perderme en las promociones de la pared. Más tarde caminaríamos por calle Malvinas, nos reiríamos del alzhéimer topológico de Grossi y vislumbraríamos un Fiorotto en la ventana. Así las cosas, así la vida, ahora entiendo la frase de Bruno y su proyecto de escribir una novela: el no quiere ser olvidado. Yo tampoco.



Desde dónde hablé:
Proust, M.: (1913-1927) En busca del tiempo perdido. Buenos Aires, Alianza Editorial, 1998. 
Adorno, Th. (1974) “Pequeños comentarios sobre Proust” en Notas sobre literatura. Obra completa II. Buenos Aires, Ed. Akal, 2003. Págs. 194-206.
Nabokov, V. (1980) Curso de literatura europea. Buenos Aires, Ed. del Nuevo Extremo, 2010. 
Gilles, Deleuze  (1964) Proust y los signos. Barcelona, Anagrama. 1989.
Barthes, R.  (2004)  La preparación de la novela. Buenos Aires, Siglo XXI. 2005.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Memoria y crítica. Recuerdos difusos de un cinéfilo



“La memoria pertenece a la imaginación”

Alain Robbe-Grillet


Las cosas duran menos en su transcurrir que en su recuerdo. Hechos nimios, breves e imperceptibles en su acontecer pueden resonar, influir, determinar nuestro presente por su presencia solapada en nuestra consciencia o por su mera rememoración. A su vez los hechos cobran una relevancia inusitada que no lo tuvieron en el momento de su advenimiento, como si el recuerdo fantasmático nos dijera una verdad más profunda y objetiva que el hecho en sí. 

Durante el visionado de una película podemos estar plenamente conscientes y disfrutarla, rechazarla, reflexionar sobre ella, pero sólo el tiempo y su recuerdo (u olvido) nos dice su verdadero impacto en nosotros.  Las películas que vale la pena rescatar de la fosa común no son quizás las que más disfrutamos, sino aquellas que nos interpelan, que generan choques en el pensamiento, a las que siempre estamos volviendo aun cuando no sepamos porqué.

La distancia temporal con la visión de una película, su rememoración, su olvido, le hacen cosas a la película, la transforman, la deforman hasta hacerla otra, reforzando sus características internas objetivas (presentes o solo enunciadas) o incorporando cuestiones subjetivas de la visión que hacen que sus límites tiendan a acentuarse o borrarse. 


Todo es recuerdo en el sentido en el que hay que ir al pasado para pensar, pero el recuerdo que pienso no es uno que se centre en los personajes, la historia o la cronología de eventos, sino una memoria o crítica mítica (tal como lo sostiene Barthes en S/Z), impresionista, corporal, vivencial. Una subjetividad total de la mirada que horade el film, le introduzca una grieta por donde entren nuestras más profundas obsesiones y traumas.


Por ejemplo.


Recuerdo La inmortal de Alain Robbe-Grillet como un gran sueño. Película sin contornos, empastada, en la que figuras y fondos se confunden entre sí. Una imagen poco nítida, opaca, que se diluye y difumina hacia la luz o la oscuridad total. Una copia mala en vhs que genera el efecto de una lejanía, una sensación de extranjería (como la del personaje) ante lo que nos rodea. Estambul como el arquetipo de Oriente, como lo otro, como una alucinación, como pesadilla, como una cárcel voluntaria que nos retiene, nos inmoviliza porque no sabemos sus reglas.


Recuerdo Los salvajes de Alejandro Fadel como el relato de una desmaterialización, de un devenir ascético. La película se va desprendiendo de sus personajes, de su anécdota, de la lógica causal del relato; las imágenes van progresivamente perdiendo peso propio, se trituran, hasta llegar a la nada misma. Sólo queda un territorio, pedregoso, amarronado, sepia que continua aún tras la desaparición de sus personajes. En una entrevista Fadel comentó que en su idea original la película duraba unos quince minutos más en la que la cámara seguía el deambular de los perros que acompañaban a los personajes. La idea me resulta fascinante, hasta tal punto que ya se ha incorporado en mi memoria como parte integral de la película: la imagen de los perros no deja de atormentarme, un relato que se desterritorializa hasta tal punto de prescindir de toda conciencia humana que guíe la visión y que deviene absolutamente impersonal o animal.


Recuerdo que mi madre me contó cuando yo era apenas un adolescente un recuerdo insistente que ella tenía con respecto al Huevo de la serpiente de Ingmar Bergman. Ella recuerda una escena en la que unos protonazis realizan una serie de experimentos físicos y psíquicos a unos prisioneros, en especial uno en el que una mujer encerrada en una habitación (que más podría denominarse celda psiquiátrica) junto con un bebé que no para de llorar. Ella intenta consolarlo por todos los medios sin lograr resultados. Incapaz e impotente la mujer comienza a volverse loca, hasta que decide hacer callar al bebé arrojándolo violentamente contra una pared. De más está decir que ese relato me traumo levemente durante muchos años. Hace no tanto vi por primera vez la película, en un principio porque es Bergman y es nuestro deber ver todas sus películas, pero principalmente movido por el morbo de aquella escena. Mi perplejidad fue mayúscula cuando al ver dicha escena comprobé que luego de que la mujer, ya en un incipiente grado de locura ante el llanto del bebé, se acerca a él de forma animosa un corte abrupto nos envía a una escena distinta. La madre nunca agarra al bebé ni destroza su pequeño cuerpo contra la pared para hacerlo callar. El recuerdo falso e imaginado como real de mi madre ya es mi propio recuerdo falso porque esa escena ya forma parte invariablemente de la película.


Recuerdo la idea general y algunas escenas dispersas de Week-end de Jean Luc Godard pero se me hace imposible reconstituir una historia, una anécdota. Cada escena se me presenta autónoma, genial y reactiva a las conexiones con lo que paso antes y lo que paso después. Un asesinato, un embotellamiento, una escena de canibalismo y todo por algún tipo de crítica a la sociedad burguesa que apoyamos pero no comprendemos. Película molecular, en la que cada plano parece conspirar para destruir el resto.


Recuerdo la profunda felicidad tras ver Cold Weather de Aaron Katz. Recuerdo una primera mitad húmeda, grisácea, mediocre, una ciudad industrial sepultada por lluvia y la rutina. Recuerdo una segunda mitad llena de aventuras, misterios e invenciones lúdicas imposibles de recrear sin la intimidad intangible pero visible entre esos hermanos.


Recuerdo la degradación, perversión y profunda suciedad que impregna cada uno de los planos de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway. Recuerdo travellings laterales, planos y profundos que nos conectaban un afuera oscuro y mugriento con un adentro en el que ni lo aristocrático del salón podían impedir el ambiente venéreo y libertino.


Recuerdo (probablemente de forma exagerada) que en los primeros diez minutos de El diablo probablemente de Robert Bresson no se ve un rostro, sólo un conjunto de pies, manos y torsos interactuando.


Recuerdo ver fascinado el Kuwait pos guerra del golfo de Lecciones en oscuridad de Werner Herzog como si fuera un planeta alienígena, inhabitable, caótico.


Recuerdo Diamantes en la noche de Jan Nemec con la angustia que se vive por una pesadilla de la que no podemos despertarnos. Imágenes fragmentadas de cuerpos escapando sin saber muy de qué y por qué. Estructura circular, interminable y pesada como cuando se intenta caminar en un sueño.


Recuerdo el viento de El caballo de Turín de Béla Tarr. Recuerdo las lluvias de Los siete samuráis y Rashomon de Akira Kurosawa. Recuerdo la materialización de luz a través de las ventanas en Tren de sombras de José Luis Guerrín. Recuerdo los colores de El desierto rojo de Michelangelo Antonioni. Recuerdo la oscuridad claustrofóbica de El descenso de Neil Marshall. Recuerdo el sol calcinante de Gerry de Gus Van Sant.


Recuerdo todas las grandes películas que vi y que me hicieron otro.