martes, 13 de septiembre de 2011

Tres ataúdes blancos de Antonio Ungar: una lectura escindida.

La promoción editorial de Tres ataúdes blancos promulga así el argumento de la novela: “Un tipo solitario y antisocial es forzado a suplantar la identidad del líder del partido político de oposición y a vivir todo tipo de aventuras para acabar con el régimen totalitario de un país latinoamericano llamado Miranda. Perseguido sin descanso por el régimen del terror que en Miranda todo lo controla y por los abyectos políticos de su propio bando, sólo contra el mundo, el protagonista es finalmente alcanzado y cazado. Su enamorada en cambio consigue huir milagrosamente, y con ella queda viva la esperanza de un nuevo comienzo para la historia.” Un crítico mal dormido no tardaría en desechar esta obra en la pág. 100 tildándola de mero reservorio de clichés que repite y recicla estereotipos. Un lector común no tardaría en consagrarla como una de las mejores novelas leídas en el año. Por su prosa hábil, por su carga constante de humor e ironía, lograría en el lector común la sensación de estar disfrutando a lo grande el último thriller de Hollywood. He aquí la cuestión: o examino la novela

desde el lente crítico, revisando la serie literaria en la que se inserta y, acto seguido, la condeno de pobre y de cobarde por no haber sido capaz de proponer una nueva experimentación narrativa en cuanto al tratamiento de sus signos; o, siguiendo el camino obnubilado del goce estético, erijo a la novela de Antonio Ungar por sobre todos los textos y le atribuyo cinco estrellas en mi reseña personal. Ni lo uno ni lo otro: las dos.

Si estudiamos inicialmente el punto primero, el del foco crítico, tenemos que decir que Tres ataúdes blancos, premio Herralde de novela 2010, viene a sentarse en el tercer o cuarto banco de la escuela estética contemporánea. No es ni el alumno excelentísimo que sigue al pie de la letra las luces de su tiempo (hablo de la condición postautónoma[1] que actualmente atraviesa la producción literaria y artística) ni tampoco el alumno marginado, el del banco arrinconado en alguna esquina del fondo, que no se deja cegar por las luces que su tiempo le propone y llega a poder contemplar sus sombras, lo que todavía no es, lo que está a punto de acontecer. Tres ataúdes blancos está entre medio de estas dos posibilidades, no se arriesga a nada. Se acomoda en la seguridad de sus tópicos, que son: (a) un país ficticio para parodiar las problemáticas político-económicas de América Latina (b) la construcción de un anti-héroe para abordar una reflexión sobre la identidad individual (c) Una historia de amor imposible (d) la aparición en el final de la novela de un hijo que servirá de esperanza para revertir lo irreversible (e) la explicitación de los complejos mecanismos del poder, con sus obvios accesorios: escuadrones de la muerte, amigos que traicionan y se pasan para el otro partido, detención del poder en un personaje (Don Tomás del Pito) y el asesinato en la primera página del único personaje capaz de arrebatarle el poder (el opositor don Pedro Akira).

Lo paradójico es que, en el nivel de las formas (del cómo), la novela presenta varias razones para ser apreciada desde una persiana postautónoma. Sin embargo, quizás por incapacidad artística o simple comodidad, no lo logra. Veamos el siguiente apartado:

“Vayamos con el héroe-narrador hasta la tienda del pan, haciendo ahora un primer plano de su ancha espalda intercalado con primerísimos planos de su boca firme y de su frente que brilla bajo el sol. Conmovidos, expresémonos otra vez en pasado, tiempo verbal que sin quitarle lo héroe es mucho más fácil de usar que el presente. Digamos así que las calles estaban sucias de empaques alimentarios y de desechos animales”.

Si bien podemos apreciar una clara búsqueda de narrar desde el registro cinematográfico (si bien hay interdisciplinariedad, una salida de su campo), el orden de la representación no logra agrietarse. Los signos no alcanzan a explotar para que se produzca una operación de vaciamiento de sentido. El orden sigue intacto, el caos no alcanza ni siquiera a vislumbrarse. Sólo se puede observar una escritura que para su armado recurre a un peculiar recurso literario

extraído de otra disciplina. Lo mismo ocurre cuando se relata por TV la muerte de Pedro Akira o cuando el héroe lee las noticias del día en su queridísimo periódico El Universo versión digital.

Tres ataúdes blancos no es que se resista al espíritu de su tiempo (un mundo ya sin certezas, sin relatos); de hecho, su arquitectura es abierta (vacía) y permite una multiplicidad de lecturas, de interpretaciones. Es una muy buena novela. El problema –para la teoría, no par

a mi lectura- es que no supo resolver el problema de los estereotipos, de los clichés. No supo explotar las palabras, los signos, para que éstos se desborden y alcancen la libertad y energía que el siglo XXI exige.

Ahora bien, cambiando el lente de lugar, me posiciono ahora en la intimidad de mi lectura. La novela de Ungar me hizo llorar, reír y entablar una caminata larga y paranoica por todos los sitios de mi casa. Su lectura fue entrar un estado de tensión permanente, como en una película de Hollywood. Su éxito radica, quizás, en lo que Barthes dijo sobre la estupidez:

“De un juego musical escuchado todas las semanas en F.M. y que le parece “estúpido”, saca lo siguiente: la estupidez podría ser un centro duro e insecable, un primitivo: nada se puede hacer para descomponerla científicamente (…) ¿Qué es? ¿Un espectáculo, una ficción estética, un fantasma tal vez? ¿Quizás tenemos ganas de meternos en el cuadro? Es hermoso, sofocante, extraño; y de la estupidez sólo tendría el derecho de decir, en suma, lo siguiente: me fascina. La fascinación podría ser el sentimiento adecuado que debe inspirarme la estupidez (si se llega a pronunciar su nombre): me abraza.”

Roland Barthes por Roland Barthes.

Esta novela me fascinó y me sofocó de un modo que solo Cien años de soledad pudo alcanzar. Y es por eso que a esta novela la recomiendo, la consagro.



[1] La condición postautónoma de la literatura remite a un tipo de escritura que no permite leérsela con las tradicionales categorías de la disciplina: autor, obra, estilo, texto y sentido. “No se las puede leer como literatura porque aplican a la “literatura” una drástica operación de vaciamiento de sentido” dirá Josefina Ludmer en su texto “Literaturas postautónomas”. Estas escrituras (ejemplos: la narrativa de Washington Cucurto, de César Aira y de Fabián Casas, entre otros) construyen una “realidad cotidiana” saliéndose de lo puramente literario para incluir en su arquitectura el registro de las nuevas tecnologías (tv, internet, blogs, e-mail, medios, etc.). Se produce una pérdida de la autonomía, se sale fuera del propio campo para fabricar un presente desde la interdisciplinariedad e interculturalidad. Es una práctica basada en el contexto, en la liberación y explosión de los signos.