domingo, 19 de diciembre de 2010

Te veré en el infierno 2010: los mejores libros del año

Llega fin de año y lo que para algunos es motivo de dicha y celebración, para otros, como yo, se trasforma en una nueva causa de molestia: el tedio y desgaste físico/emocional acumulado por la rutina académica muta por los avatares epócales rápidamente, y casi sin darme cuenta, en horror. En medio de una lectura espinosa me acuerdo que en algunos días deberé compartir toda una serie de comidas protocolares con una serie de despreciables desconocidos llamados familiares y en ese momento mágicamente los arbolitos chomskyanos ya no parecen tan aterradores como antes.

El fin de año tiene su lógica propia, los pensamientos abandonan la dispersión creada por meses de stress, y esas masas inconexas de asociaciones múltiples en la que “fútbol”, “culos”, “Borges” y “exámenes” piden relevos infinitamente es reemplazada por un nuevo régimen mental. Llega diciembre y nuestra vida empieza a funcionar en base a listas, listas de todo tipo: regalos navideños, adornos, invitaciones, comida, bebidas, etc. Pero sobre todo Diciembre es el momento ideal del balance: los hechos heteróclitos y banales que nos ocurrieron durante el año se ubican en una orden de meritos. Los anuarios y rankings se transforman en lei motiv. Y películas, discos y libros consumidos pugnan entre si por sobrevivir al olvido y encaramarse en lo más alto de esas listas. Pero hay peros.

Hace ya algunos años comprendí que armar una lista que se subordine a las obras producidas dentro del año calendario es una soberana pelotudes. Más que nunca el tiempo ha perdido cierta linealidad y homogeneidad de antaño (o así es como tal vez yo, contemporáneo del orto, lo percibo), en detrimento de un presente ilusorio y nebuloso que se escurre de nuestras manos como granos de arena, tan difícil de aprehender o asir como intentar ver una película en el cine sentado en la primera fila. “La contemporaneidad nos condena a la miopía” dijo Andahazi en un rapto de genialidad que resume básicamente mi idea. Por eso siempre considero mucho más respetable elegir las obras de cualquier año que yo encontré como más destacadas y representativas de MI año. Además ya lo dijo el cineasta Nicolás Prividerael futuro del cine esta en su pasado, en una retrospectiva de un autor desconocido”. Atosigarse con la cartelera, la novedad, el hype no nos hace más sabios, sino sólo vivir en un estado de F5 constante que no garantiza nada.

Entonces: venia pensando en esa tentativa lista, cuando llegué a los libros. Siempre fue para mi un problema armar lista de libros, primero porque las distintas contingencias cotidianas me impiden leer con la asiduidad que quisiera y segundo porque el objeto libro sigue siendo un bien de acceso ligeramente restringido si lo comparamos con discos y películas (leer libros en pdf es para anal retentivos, no jodamos). Si le sumamos además la dificultad para conseguir ciertas obras, porque están agotadas, no tienen edición, traducción, el panorama se complica…

Actualizando entonces en mi rígido mental los libros leídos en este año hay tres que sobresalen claramente sobre el resto. Leídas en momentos bien diferentes del año estas novelas magnánimas, soberbias y quizás irreconciliablemente opuestas son clásicos que nadie debería dejar de leer. La excitación hizo que quizás me haya adelantado en la oración anterior, pero es verdad, estos tres libros, conocidos si, sólo les resta una sólo cosa para transformarse en obras cumbres de la literatura universal: tiempo. Más que atrevimiento, creo que la selección de estos libros entrará dentro de la categoría de la obviedad, pero en ciertos casos es mejor redundar que callar, ahí van:


Roberto Bolaño – “Los detectives Salvajes”

La crítica biográfica nos dice más de aquel que reseña que del libro en si. Salvo un diario de un escritor (famoso) a nadie le interesa conocer que estaba haciendo una persona cuando un determinado libro llego a sus manos. Este tipo de aproximación no genera un nuevo conocimiento sobre el texto, sino que en definitiva lo parasita, lo convierte en una excusa para alimentar el ego del reseñador. A pesar de lo dicho y contradiciendo mi propio ejemplo no puedo dejar de mencionar que leí esta novela en un momento bastante doloroso y que básicamente me salvo la vida (a esta altura no sé si literal o metafóricamente).

“Los detectives Salvajes” es -como lo señalaba en unos de los comentarios de los post anteriores- un resabio de un tipo de literatura que ya casi no se escribe, una literatura de “aventuras”. Por que hoy “las aventuras, no son más que parodias, éstas se han desplazado e invaden los gestos, las acciones. Donde antes había acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan sólo parodias” decía Renzi en “Respiración artificial” de Piglia. “Los detectives Salvajes” es una novela que recupera los grandes relatos, una novela llena de viajes, personajes y anécdotas memorables. Una novela snob de aventuras me arriesgaría a decir. Una novela perfecta para perderse por semanas y dejar que el dolor pase.

Dalmaroni dice que Ranciere dice que Borges dice que la historia de la literatura universal podría resolverse en (un exceso de simplificación, pero no por eso exento de precisión) la dicotomía entre las palabras y las cosas. Siguiendo esta lógica habría dos clases de escritores: los escritores de estilo (palabras) y los escritores de experiencia (vida). Antes de haber leído esta oportuna reflexión siempre consideré a Bolaño dentro del último grupo, y no porque el chileno escriba mal o carezca de estilo sino porque considero que “Los Detectives Salvajes” no es una novela de frases memorables. A pesar de estar poblada de escritores, artistas, filósofos, bohemios de todo tipo, no hay en la novela esas sentencias fuertes, ingeniosas, lucidas que retumban en la cabeza de uno por segundos o minutos y que detienen el flujo de la lectura para ser asimiladas, para admirarlas en silencio. No hay frases que me den ganas de tatuarlas en el omoplato o de colocarlas como epígrafes en trabajos prácticos para enamorar a profesoras jóvenes. No. O tal vez si. Lo importante, y lo genial de “Los Detectives Salvajes” es justamente la creación de situaciones, de momentos tan reales, tan únicos, tan vividos, tan recordables. Tan. Como si le ocurrieron a uno. Ahí radica la fuerza de esta novela, en su capacidad de construir un universo propio. Y de querer habitarlo.

Algo es seguro, después de de leer “Los Detectives Salvajes”, uno termina porque querer vivir en ese mundo, por querer: Leer poesía. Escribir poesía. Escribir lo que sea. Armar una “pandilla” literaria. Publicar una revista. Leer novelas enteras en calles, plazas, bares. Salir a caminar sin rumbo fijo (pero con un libro bajo el brazo). Irse del seno familiar. Vivir en un cuarto de 2x2 que contenga solo un colchón y libros. Viajar. Viajar al interior del país. Conocer puebluchos y escuchar las historias de sus habitantes. Viajar a Europa sin un mango y vivir de lo que venga. Y coger. Mucho. Dejar de ser tan burgués bah.


Thomas Pynchon – “La subasta del lote 49”

El Joyce pop. Eso fue lo primero que vino a mi mente después de leer esta confusa y apasionante novela (apelando, siempre, a mi imaginación sobre lo que pienso que debe ser el Joyce del “Ulises” -que insisto no leí y que se transforma lentamente en una especie de everest personal). Es decir, la conjunción de lo culto, del estilo perfecto y minucioso con la accesibilidad de alguien que fue contemporáneo del rock de garage y el acido lisérgico. Porque a pesar de lo que uno puede prever por el todo el fuzz construido alrededor de la figura de Pynchon, éste no tiene una escritura hermética o compleja, uno puede leerlo fluidamente sin mayores dificultades; lo paradójico es lo que se pierda en dicha fluidez: durante todo el transcurso de la lectura uno siempre tiene la sensación de que se está hablando o resaltando algo que en un exceso de confianza uno había dado por entendido. Pero qué era eso que uno subestimo hace diez páginas atrás?

Pynchon juega con la cabeza del lector, con su capacidad interpretativa porque lleva ciertas situaciones hasta un absurdo indescriptible del que uno no sabe si insultar o aplaudir; porque construye el relato como si se le hubieran traspapelado dos novelas diferentes (que uno intuye íntimamente ligadas pero no puede precisar como o porque); porque en cada una de sus páginas uno percibe que esta siendo testigo de una verdad a punto de ser revelada, como si en esos clarines misteriosos que la protagonista busca desesperadamente se encerrara un misterio aún mayor del que podemos sospechar; porque en definitiva uno se da cuenta que detrás de esa ficción laberíntica se esconde tal vez la más ajustada parábola del mundo que nos toca vivir, una que todavía no podemos simples mortales alcanzar a vislumbrar del todo.


Italo Calvino – “Si una noche de invierno un viajero”

El lector de Si una noche de invierno un viajero se da cuenta en el transcurso de su lectura que la edición que tiene en sus manos está fallada y decide entonces emprender un viaje en busca de un ejemplar que no este estropeado. Pero en su afán de encontrar la continuación del libro se topa con numerosos relatos y una historia tan o más extraña que lo tiene a él de protagonista. En ese camino se encontrará: chicas misteriosas, académicos malhumorados que estudian la literatura de países que dejaron de existir, escritores que espían mujeres y reflexionan sobre, como diría Gil de Biedma, el calor de las rosas en el cuerpo, traductores que están implicados en alguna suerte de conspiración internacional…

Como soy un contemporáneo posmoderno nihilista incapaz de ser feliz mi primera impresión y reflexión sobre la novela fue que Calvino debe haber tenido un montón de ideas bastardas que no encontraban su resolución y que por eso decidió imbricarlas a partir de una trama compleja. En realidad al terminar de leer uno se da cuenta que esos falsos relatos que aparecen en “Si una noche…” son una excusa, que en realidad son meras anécdotas para reflexionar sobre otra cosa. Calvino intuye que el concepto de novela con un principio y un final esta demodé, y -como tantos otros en el siglo XX- que la innovación en los contenidos no tiene razón de ser si lo formal sigue atado a conceptos pretéritos . Y que en definitiva ocultar el artificio es más artificioso que ponerlo en primer plano.

Lo interesante, a pesar de todo, es que si Calvino impide lograr el proceso identificatorio con las historias al abortar cada comienzo de relato, lo consigue igualmente al homologar a nosotros lectores con el personaje del Lector. Su búsqueda caótica, confusa pero también –y esto Calvino lo subraya- lúdica de la coherencia, seguridad y el sentido no sólo en la literatura sino también en la vida, es en definitiva, nuestra búsqueda; y tal vez, por eso, a contramano de la trama enrevesada sobre la que se construye la novela, en ese final, que de tan simple nos parece casi un chiste, se encierra probablemente la única respuesta o sentido de la existencia: [Spoiler] El amor.


Happy festivus.