domingo, 28 de septiembre de 2014

Nunca estuvimos tan solos



El problema del programa espacial internacional, sea en la marketinera versión estadounidense, la nacionalista versión rusa o la silenciosa y persistente (como todo lo que hacen) versión china, es que está marcado por la obsesión de encontrar otra Tierra allá afuera, aún cuando todavía no se han logrado descifrar los misterios de nuestro propio mundo. Tal vez, lo que no han entendido los astronautas, cosmonautas y chinonautas (?) es que todavía no estamos, o quizás, terriblemente, nunca estemos preparados para hacerlo. O peor aún, probablemente los aventureros espaciales saben de su limitación pero, como fieles súbditos que son, insisten en su tarea para sostener el secreto mejor guardado de su ama Ciencia: la permanente incertidumbre es la justificación de su existencia. Si todo se explicase, ésta no tendría sentido. Por eso, su razón de ser es la hipócrita pretensión de explicarlo todo para que nunca se pueda lograrlo. La Ciencia es una institución perversa.
Al cruzarse la Literatura con la Ciencia, engendraron –como si fueran los primitivos dioses griegos– muchos géneros englobados en el más general: ciencia-ficción. De entre ellos, la ciencia-ficción espacial es la que reúne los relatos que imaginan qué es lo que puede pasar en nuestro universo en su versión extraplanetaria. Tal vez porque la ciencia-ficción ha ido desarrollándose a la par de la carrera espacial, ha compartido sus aciertos y también se ha reflejado en sus errores, inclusive el más grosero de ellos: en su antropocentrismo. Y aunque algunos aseguren que el siglo XX ha derrotado al hombre, demostrándole sus limitaciones, resaltando sus miserias y revelando su total incapacidad de saber lo que pasa, inclusive dentro de sí mismo, en la ciencia-ficción todavía se sostiene la ilusión de un ser humano capaz de dominar no sólo su mundo, sino también aquellos que lo trascienden.
En este sentido es que siempre me ha resultado curioso un detalle de los relatos que se hacen del espacio, los planetas lejanos y sus habitantes. Sobre todo de sus habitantes. Desde la simple descripción de una civilización alienígena a lo Bradbury en sus Crónicas Marcianas a la compleja proyección de un sistema político intergaláctico hiperdesarrollado como el de Star Wars, con pueblos, naciones y confederaciones completas; en todos hay una insistencia: imaginar lo extraterrestre como una Tierra –más o menos– deformada. Los alienígenas –en la imaginería que, seguramente, ha ayudado a consolidar el cine de Hollywood– siguen siendo visibles, respiran oxígeno –porque lo necesitan para vivir y porque tienen algún tipo de fosa nasal–, tienen ojos, bocas, cuerpos, patas, idiomas de sonidos articulados (los más desarrollados: telepatía), necesitan alimentarse, son xenófobos, se enamoran, aspiran a dominar el Universo, son crueles, sádicos, totalitarios, sensibles, hipócritas, construyen vehículos para transportarse, son bígamos, tienen género masculino y femenino… y mil características más que los humanos les hemos donado a nuestros imaginados seres extraterrestres, e incluso deberíamos agregar las abundantes cucarachas intergalácticas y un completo catálogo entomológico junto a una voluminosa enciclopedia de botánica alienígena. La justificación es bastante evidente: no hay cómo representar lo extraterrestre sin recurrir a la comparación con el mundo conocido.
¿Acaso no es posible narrar lo extraterrestre sin caer en la limitación de lo comparable con el mundo conocido? ¿acaso no es imaginable un otro radical y completamente distinto, de una naturaleza sin ningún tipo de comparación terrestre? Una posible respuesta, aunque fuera pensada para un género diferente la encontramos en el pensamiento de Lovecraft sobre el terror. Él opinaba que el horror verdadero, el miedo, el espanto sincero y profundo se produce cuando nos enfrentamos a lo desconocido, a lo irracional e incorpóreo. Por eso lo terrorífico es inenarrable y apenas sugerible. La misma idea vale para los relatos de mundos extraterrestres.
El gran Philip K. Dick dijo alguna vez que la buena ciencia-ficción tiene que ver con una idea auténticamente nueva, capaz de estimular el intelecto del lector, invadir su mente y abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. Eso es lo que todo hombre de bien encontrará en Solaris, de Stanislaw Lem:
Kris Kelvin es psicológo, viudo, y está camino al momento trascendental de su vida: viaja a una estación espacial para reemplazar e investigar la muerte de uno de los tres últimos científicos que quedaban estudiando el inconmensurable e incomprensible ¿planeta? cubierto por un océano misterioso que los humanos conocen como Solaris. Más de cien años han pasado desde el arribo al planeta. Miles de páginas, bibliotecas enteras, incluso una disciplina científica (la solarística) se han desarrollado para intentar comprender este mundo. Todo ello con un resultado poco menos que desilusionante. Nada se ha podido esclarecer respecto a la naturaleza del ¿planeta?, del océano que lo cubre, de las columnas de material desconocido que erupcionan de su superficie. Tampoco se ha logrado el tan ansiado contacto, a pesar de los esfuerzos de cientos de hombres.

Toda noticia sobre lo sucedido en ese viaje nos llega desde la voz misma del recién llegado. Es un gran acierto de Lem el haber escrito la novela desde ese punto de vista, de tal manera  que los lectores vayamos descubriendo lo que pasa, y enfrentándonos a la confusión y desesperación de no comprender absolutamente nada de lo que sucede junto con el personaje que narra su historia. Así avanzamos en la descripción de una estación abandonada, poblada tan sólo por dos científicos en el umbral (no sabemos si exterior o interior) de la locura, el cadáver de un tercero, y los “fantasmas” de la soledad. Con magistral uso del suspenso, Lem nos va suministrando a cuentagotas las aventuras claustrofóbicas del hombre encerrado en la inmensidad de un mundo enigmático, diciéndonos que si para algo han servido todos los estudios realizados por los solaristas (alter-egos de nuestros científicos) es para descubrir que ante la inefable otredad de Solaris (remedo fantasmal de nuestra Tierra) no hay más que rendirse al abismo de lo desconocido. Los hombres atrapados en la estación se han enfrentado a la verdadera y más profunda soledad, para encontrar en ella una revelación: en el espejo de lo otro incomprensible, sólo está el reflejo espectral de uno mismo. En el instante final, la desazón se convierte en propia: comprendemos que, en realidad, los hombres flotando sobre un océano incomprensible, encerrados con sus propios miedos, no son los personajes de la novela, sino que somos nosotros mismos.