busca un lugar imaginario.
Y la gente viene aquí para ver un jardín fantástico
creado de forma exquisita que parece flotar en el aire
y para verse a sí misma incluida dentro de esta escena.
Al sur de la frontera, al oeste del sol (2003)
Podría haberse dicho, sí, que Murakami es sólo un mero reservorio de leitmotivs adolescentes, que su literatura occidentaliza al Japón y que Adorno no hubiera tardado en condenar a la hoguera todos sus libros. Tarea fácil pero infiel: Murakami ha sido capaz de hermanar a las masas y a lectores más exigentes y no sería fructífera aquí la práctica de un reduccionismo alto-modernista. Así como Barthes, al hablar sobre el Japón, dejó de lado inmensas zonas de sombra (“el Japón capitalista, la culturalización americana, el desarrollo técnico, etc.”) para dar lugar a que un tenue hilillo de luz busque su Japón (aquel que estremeció su persona, que lo hizo escribir), del mismo modo ensayaré mi lectura sobre Murakami, prescindiendo del rincón pesimista de la forma, para escribir, para escribirme.
Murakami es una literatura en donde no hay nadie. Todos están solos y lo seguirán estando. Es una estación de metro que no te permite bajar sino a uno solo por vez. Nocturna, onírica, magnética: Murakami es una literatura para gatos. Todos sus personajes son, en alguna medida, gatos. El lector desciende del vagón y camina por calles sin nombre esperando que las cosas del mundo se le tornen incomprensibles. Sabe que en algún momento se producirá un evento particular y que en aquella ciudad innominada emergerá una fisura, una hendidura, que desgarrará lo racional. Por eso camina sin rumbo, como un promeneur alcoholizado, por el motel Alphaville o el bar de Jazz Robin's Nest o el Hotel del Delfin o Junitaki o El pueblo de los Gatos: el lector (occidental) persigue ese desconcierto, hace cola en esa domiciliación borrada, para alcanzar el factor enigmático, la realidad paralela. Murakami nos repite, de este modo, que lo racional no es más que un sistema entre otros.
Tokio: Barthes nos la describe como una ciudad antípoda, ilógica, cuyos signos son impresiones y no descripciones, donde para orientarse no hace falta guía, teléfonos o nombres, sino la vista, el andar y la experiencia: “Las ciudades cuadrangulares, enredadas (Los Ángeles, por ejemplo), producen, se dice, un malestar profundo; hieren en nosotros un sentimiento cenestésico de la ciudad, que exige que todo espacio urbano tenga un centro adónde ir, de dónde volver, un lugar completo con el que soñar (…) Occidente ha comprendido muy bien esta ley: todas sus ciudades son concéntricas (…) y este centro está siempre lleno (…) La ciudad a la que me refiero (Tokio) presenta esta preciosa paradoja: posee bien definido un centro, pero este está vacío. Toda la ciudad gira en torno a un lugar a la vez prohibido e indiferente (…) habitada por un emperador al que jamás se ve (…) De esta manera, se nos dice, el imaginario se desplaza circularmente, a través de idas y venidas a lo largo de un sujeto vacío” (El imperio de los signos, 49).
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El promeneur alza la vista, contempla la nebulosa Ojo de Gato. No comprende nada, está vacío, sólo es. En Japón, nos dice Barthes, siempre ocurre algo: en el bar, en la calle, en el almacén, en el tren. “Ese algo –que es etimológicamente una aventura- es de orden infinitesimal: una congruencia del vestido, un anacronismo de la cultura, una libertad de comportamiento, una falta de lógica en el itinerario, etc. Hacer un recuento de estos acontecimientos sería una tarea sisífica, ya que sólo brillan en el momento en que se los lee (El imperio de los signos, 108)”. Sisífica es, justamente, la tarea de Murakami, la aventura del promeneur, el trabajo del lector: empujar las palabras por la pendiente simbólica para intentar vaciarlas (abrirlas) y luego correr para que no lo aplasten.
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