Toda madre siempre soñó tener (un hijo con) esos bigotes |
Pablo Katchadjian es el orgulloso poseedor de un apellido tan curioso como su bigote. Pero también es escritor y, de a ratos, interventor literario. Si algo cae en sus manos hay una alta probabilidad de que alguna mutación ocurra, que el libro cambie de forma, que se achique, que se engorde, que sus palabras se ordenen alfabéticamente o sus oraciones pasen de ser últimas a primeras. Así fue, por ejemplo, que por obra y gracia de las manos de Karadagián (como cariñosamente le digo para no acalambrarme la lengua) vieron la luz del mundo el Martín Fierro ordenado alfabéticamente o El Aleph engordado. Este último provocó otra reacción, y así fue que por obra y gracia de la Kodama, las manos de sus abogados dieron vida a una denuncia penal contra el engordador de libros.
Pero también es escritor...
Qué hacer no es una más de las intervenciones de Katchadjian, aunque su nombre sea el mismo que el de un libro de Lenin. Qué hacer es una novela (¿lo es?) salida de la pura imaginación de su autor. Pero para comentar la novela, ya que a Karadagián le gustan los experimentos con palabras, pensemos en esta novela como el resultado de lo siguiente. Digamos que para escribir esta novela el autor tuvo que participar de un juego, y más precisamente, de un juego de cartas (naipes o barajas en el español de por allá). ¿Qué es lo más importante para jugar a las cartas? En principio, necesitamos, siempre, un mazo. La diferencia es que en este mazo literario, en vez de ochos de oro, cuatros de copa y reyes de espada, las barajas representan elementos básicos, algo así como ingredientes narrativos: alumnos de dos metros y medio de alto que engullen personas, universidades inglesas, clases sobre León Bloy, escobas de oro, viejas desnudas, trapo viejo (y olor a), islas que no se ven, coros de bebedores, barcos que son puentes (y a la vez universidades inglesas).
"El alumno, descontento con la respuesta, se pone de pie (mide dos metros y medio de altura), se acerca a Alberto, lo agarra y empieza a metérselo en la boca. Pero aunque esto parece peligroso, no sólo los alumnos y yo nos reímos sino que Alberto, con medio cuerpo adentro de la boca del alumno, se ríe y dice: está bien, está bien."
"Estamos en un barco y se ve, a lo lejos, una isla a la que Alberto quiere ir. Me dice: en esa isla está todo. De repente notamos que el barco, que a la vez es un puente, está lleno de gordos muertos; Alberto me dice: murieron, pero por un problema de obesidad. Le pregunto, un poco sorprendido, qué quiere decir con el «pero». Alberto, un poco molesto, me chista y me hace un gesto con la mano para callarme porque está muy concentrado mirando la isla y repitiendo «ahí está todo»."
"Se oye, desde el techo roto, el canto de una vieja con muselina en la boca; de fondo, un coro de ochocientos bebedores que dice: la guerra es / todo lo que ves / este terror."
El autor (que en este caso es el jugador) toma el mazo, mezcla las barajas y como si fuera un tarotista va arrojando las cartas sobre la mesa. A medida que los ingredientes narrativos van apareciendo uno arriba del otro, uno al lado del otro, las escenas se van formando por yuxtaposición de los elementos que representan, y así, se van escribiendo los fragmentos hasta agotar las cartas. Con todo el mazo sobre la mesa, el capítulo se termina, se pone el punto final, se recogen las cartas, se mezcla, corta y vuelve a barajarse. Con cada nueva mano, un nuevo capítulo se escribe, pero cada vez la combinatoria de las cartas es diferente. El jugador repite el proceso hasta... bueno, hasta que se pudre, tira el mazo a la mierda y se va a mirar televisión. El resultado: un libro de fragmentos yuxtapuestos, de escenas que se repiten, que se modifican ligeramente, que desparecen y vuelven a presentarse muchas páginas después.
Preocuparse por las tapas también es editar |
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