viernes, 29 de octubre de 2010

Converso con el hombre que siempre va conmigo.

Tengo una buena y una mala noticia. La buena es que existe vida (o algo parecido) después de la vida. La mala es que Jean Claude Villenueve es necrófilo.

Yo (Jp),también tengo una buena y una mala noticia. La mala es que la cita no me pertenece (cuanto me gustaría que así sea), y la buena(?) es que acá hago presente mi primer post de puño y letra.

Ahora hablo yo, a excepción de que lo aclare. Esta fantastica cita corresponde a "El retorno", un excelente ejemplar de cuento incluido en "putas asesinas" de ¿mi ahora nuevo idolo? Robertito Bolaño, le digo Robertito por los detalles que a continuación narraré, los cuales demuestran que ya somos amigos.
Reseñar, analizar, categorizar, encerrar, contar,escamotear (grande Copes!), o que mierda hacer para subir un post a la exquisita hermandad del Kraken (exquista no en su sentido degustativo),(aclaro que voy a seguir usando parentesis hasta el hartazgo, no es culpa mía sino de JPF, a él las críticas); volviendo al tema, lo que aquí decidí hacer,es contar mi experiencia con el cuento.
Estaba leyendo el cuento en el colectivo camino a la facultad (quienes me consideren mal lector por ello, puedo decirles que logro altisimos niveles de abstracción), cuando me topé con la cita arriba presentada, ésta como ya indiqué pertenece a "El retorno", más precisamente es el comienzo del cuento (gran comienzo si los hay...), de inmediato la frase me llegó.
Digo y repito que me llegó, la sentí adentro mío (tipo Passman sería), y desde el siguiente parrafo decidí leer el cuento en clave autobiografica, es decir leer el yo del cuento como el Roberto Bolaño de carne y hueso, creo no equivocarme al decir que en ningun momento se nos presenta el nombre del PERSONAJE (así con mayúsculas para la comunidad semiótica), ni se nos dá a entender que sea autobiográfico ni nada por el estilo, de hecho el cuento es narrado en boca del muerto.
Luego de haber tenido unas noches de aburrimiento soporifero, llegaron a mi mente diversas dudas existenciales (que al pedo que estaba se nota demasiado), aquellos pensamientos que creo conllevan al cerebro humano a dar más del 12 por ciento que se dice que trabaja, pero esto no es el tema... Decía que Bolaño me llevó a pensar que existe un más allá, un lugar al que continuamos después de muerto, un lugar al que iremos a parar, no éntendido según mi opinión (y la de Bolaño también) como la clásica dicotomía Cielo/ Infierno, y su posterior anexo Purgatorio/ sala de esperas con revistas "Viva". Voy a aclarar adonde quiero llegar, sostengo, como banalmente se dice que las personas suelen permanecer en los demás (y acá un pequeñisimo homenaje, tan pequeño para que no levante tierra para el ahora ex-ex presidente), cuando morimos, morimos terrenalmente, mentalmente, psicologicamente, analmente y todas las palabras terminadas en -mente que se les ocurran. Pero como decía Peirce (si, el lógico-----comentario suprimido), estamos constituidos por ideas, y estan nos exceden , las ideas no estás en nosotros, sino que al contrario nosotros estamos en las ideas, -seguramente Peirce a través de Marafiotti o Gastaldello lo explicarán mejor, a ellos con las dudas-pero basicamente es eso, luego de muertos, nuestras creaciones en vidas pueden ser retomadas-recordadas-aplicadas por los demás, dejandonos así un poco menos muertos.
A que viene toda esta charla se preguntarán, a eso voy ahora.
El cuento basicamente trata de un tipo que muere, y puede ver luego de muerto que es de su vida, siendo igual a lo que era en vida pero siendo intangible e invisible. Brevemente el personaje verá que hacen ahora con su cuerpo ya muerto, como lo adelanta la cita, su cuerpo sera violado por el diseñador de ropa más importante de Paris.
Lo que crei firmemente fue que el mismo Bolaño, estaba sentado (parado mejor dicho dado que era hora pico) viendo como yo leía su cuento. Me dirán (sobretodo el anti-k del KraKen) que soy medio boludo, que me las creo todas y 1000 cosas mas, todas acertadas, lo unico que digo es que estoy convencido de que Bolaño estaba al lado mío (quizás masturbandose, no lo sé ni quiero saberlo), solo digo que lo traje nuevamente al mundo de las ideas (que Platonico suena eso...)
Este breve viaje en colectivo,-quizás esté ahora mientras escribo esto al lado mío, pero creanme,es diferente ahora no lo siento, (si, es demasiado facil el chiste "i see dead people"), quizás esté incluso al lado de la persona que me prestó el libro, o de aquella que hace breves minutos dejó sobre su mesa de luz 2666, no lo sé, ustedes lo sabrán, quizás esté en algun prostibulo, o junto a los mineros, o quizás iluminando la cabeza de Zambra(demasiado ya iluminada), o quizás solo este viendo si Villenueve no lo está violando nuevamente...- me demostró que siempre es bueno tratar de viajar acompañado, mejor si te sigue Pola O., pero este viaje me demostró además que hoy a la mañana conversé con el hombre que siempre va conmigo...

martes, 19 de octubre de 2010

Bruno Grossi, autor de 'Pierre Menard, autor del Quijote' (2010)

La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.

Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.

He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:

a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).

b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).

c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).

d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).

e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.

f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).

g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).

h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.

i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).

j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).

k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.

l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).

m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.

n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard ­recuerdo­ declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.

o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).

p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)

q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” ­la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio­ que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.

r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).

s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]

Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]

Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.

No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes.

“Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”

A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.

También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.

Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.

He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...

“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Nîmes, 1939


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.


Sante Fe, 2010


miércoles, 13 de octubre de 2010

Madre hay una sola

Sin premeditarlo, sin querer queriendo, este texto que escribo hoy sobre esta novela edípica, confesional, autobiográfica, transgresora empieza así, hablando de una fecha tan cercana (falta menos de una semana). Son éstos los momentos que más me hacen creer en la existencia de las Moiras, aquellas tres hermanas que tejían los destinos de los hombres en la Grecia antigua. Creo que, en términos generales, soy tan panteísta como escéptico. 
Hoy, 21 de octubre de 2002, Día de la Madre, para festejarlo con rigor, para festejarlo como hace años debí haberlo festejado, para festejarlo como nunca me atreví a festejarlo, para terminar con esta relación ni abominable ni demoníaca sino estúpida, agobiante y estúpida que nos une desde siempre, para que nunca más haya para vos ni para mí otro Día de la Madre, para todo esto, hoy, voy a matarte, mamá.
Si este comienzo no te (los) conmueve... ¡no tenés (tienen) sangre! Es demoledor, es impactante, es conmovedor, es movilizante, es chocante, es seductor, es... simplemente genial.
Apenas una tarde alcanza para contar una vida, esa parece ser la revelación de La crítica de las armas. ¡Anoten, jóvenes escritores! apenas una tarde alcanza para contar una vida. Pero ¡ojo!... como recurso no desconocido, la brevedad temporal y la longitud novelar inversamente proporcionales son difíciles de lograr. No cualquiera sabe usar el recurso de manera productiva. Usarlo por usarlo decanta en pedantería, en alarde... y lo que es peor: en mamarracho. Tantos hay dando vuelta haciéndose los loquitos... ¡señores, aprendan de los buenos! No es gratuito en esta novela el lento paso del tiempo, el largo camino a la muerte, la dilación de aquello que más temprano que tarde llega a todos. La tensión generada por este primer párrafo mantendrá su fuerza durante todo el libro. Estaremos siempre con el corazón en la boca, esperando, y allá va una nueva anécdota, un nuevo sufrimiento, una nueva historia de ese perdedor que es Pablo Epstein (que es José Pablo Feinmann).

La novela, que es de esas que me gusta llamar novela vómito debe tener un pH de -2 (si no saben qué significa, hagan click en el link), como reconoce José Pablo en una entrevista, en ésta "está mi sentido del humor jodido, corrosivo".  No es tampoco inocente llamarla vómito, más allá del pH, cuando se trata de una suerte de autobioparodia, una grotesca puesta en escena de un sí mismo, de lo peor (de lo más odiado) de sí mismo. ¿No es el vómito ese síntoma de enfermedad, de malestar estomacal, esa sensación de largar todo lo que nos está haciendo mal, todo eso que guardamos adentro? ¿No experimentamos cierta sensación de alivio cuando lanzamos?.

¿Qué es lo que (José) Pablo vomita en esta novela? Vomita sus odios personales, su madre, su hermano, el  insoportable judaísmo de su hermano, su infelicidad. Y es que, si bien la relación madre-hijo siempre  es conflictiva, siempre es difícil, siempre tan jodidamente presta a ser psicoanalizada, Alicia, "la madre" en La crítica de las armas es un escollo para la felicidad, es la principal culpable de la miserable vida de Pablo. Es el mal encarnado en una (para nada) tierna viejecita.
...¿me quería decir algo doctor?
Sí, Epstein. Digame, ¿a qué hora piensa irse?
A las ocho y cuarto.
Bien, yo voy a estar todavía. ¿Podría verlo en mi escritorio?
Cómo no.
El doctor se va y Alicia se inclina hacia mí, cómplice. "Tené cuidado, hijito", dice. "Seguro que quiere aumentarte la cuota. Ni que fuera judío éste." "Mamá, papá también era judío" "Y bien amarrete que era".
La felicidad, si es que existe, está más cerca de la muerte que de la vida. La muerte es la única solución para la vida de mierda. Es la única forma de liberarse de lo malo. Lo malo debe morir. Pero la muerte no juzga moralmente, la muerte es democrática, es fatalmente democrática. Aunque a veces se toma su tiempo.
Mirá imbécil, miserable cobarde, enterate: mi hermano no fumaba, no fumó un cigarrillo en su puta vida y reventó de un cáncer de pulmón. ¿Te das cuenta? Toda la desgracia y ninguna dicha. Como reventar de cirrosis sin haber sido un memorable borracho, como morir de sida sin haber cogido. Pero la vida es así. Se termina. Hagamos lo que hagamos, tenis, caminatas, sauna, dieta sana, abstenciones ilimitadas, controles en las prepagas, siempre, al final, reventamos como perros. Para la parca todos somos subversivos, el principio persecutorio de la Parca es más insaciable que el de Massera, Campos y Videla juntos, nadie se escapa, nadie se salva, todos culpables. Menos mi mamá, que es eterna.
 Sin embargo, no podemos dejar de querer a esa vieja maldita, es que ella es tan conmovedoramente sincera que hasta causa, por momentos, un extraño (y peligroso) amor. Alicia, cuando habla, es lo más. Permítanme mostrárselo:
Habías prometido recitarme una poesía, dice.
Qué memoria, mamá. Te felicito.
Me acuerdo de todo.
¿En qué año cayó Yrigoyen?
En 1930. Era un mujeriego.
¿Y Perón?
En 1955. Otro mujeriego. Se murió la Eva y se dedicó a perseguir mocosas. Recitame la poesía.
Primero las pastillas, viejita.
Fijate bien que te dieron. Aquí, si me descuido, me envenenan.
Esta nota comenzó siendo algo y llegó a ser nada, disculpen, me parece que está a punto de morir... dejémosla hacerlo en paz.

lunes, 4 de octubre de 2010

Épica de un caballero errante



Advertencia previa: El texto que sigue, y que lleva el título arriba consignado, fue escrito por JP, nuestro querido redactor krakaniano que aun sufre las inclemencias de los servicios de internet. Sólo soy un intermediario entre lo que mi compañero hace y ustedes, amigos lectores. Espero que la desidia de los señores Personal, Fibertel, Gigared, Compumundohipermegared no impida ad eternum el acceso de un krakaniano a la web. Todo lo que sigue, de puño y letra de JP:

Sólo Bukowski podía llegar a escribir la epopeya de un héroe bajo, un héroe corriente, nada de venirnos con Rodrigo Díaz de Vivar, Aquiles o Eneas, acá tenemos un detective de poca monta que se transforma en el transcurso de unos pocos días en “el mejor detective de Los Ángeles”.

La historia es buena ya desde la contratapa, tan buena que me llevó a leer mi primera novela larga digital, 122 páginas en pdf que leí en una sola tarde, en dos sentadas. La historia es sencilla y fantástica.

La historia va así: un detective cualquiera que recibe un par de tareítas, y no me vengan con los trabajos de Hércules,

- Primer encargo, averiguar si Celine, (si, aquel francés “agnóstico” y “antisemita”  (sic) de “viaje al fin de la noche”), continúa con vida con 99 años recorriendo librerías de la gran manzana en busca de ediciones de lujo de Faulkner.
- Segundo encargo, averiguar si una esposa le mete los cuernos a su marido.
- Tercer encargo, sacarle una mujer de encima a un hombre, porque la mujer lo agobia, en este caso hay algo para destacar: la mujer es marciana.
-Cuarto encargo, buscar algo que no se sabe si existe, “el gorrión rojo”.

El héroe de la novela llevará a cabo, a veces en etapas, a veces en conjunto, estos cuatro trabajos que le llegaron de manera simultánea a su oficina de detective privado de tercer orden. Al igual que en otros libros de Bukowski que leí (“la máquina de follar”, o algunos poemas de “no me mires las tetas”), las mujeres que aparecen son una más perra que la otra, y perra en el doble sentido, perras sexuales y perras despiadadas. Repetirá algunos escenarios y lugares visitados en su obra (las carreras de caballos, las casas mortuorias), repetirá también algunos elementos, como la presencia molesta de las moscas, la cerveza caliente, las botellas de whisky, y el que será de él luego de muerto, (quedáte tranquilo viejo Buk, “no omnis moria”).  Enfrentará a rivales cada uno más grande que el anterior “gorilas, o simios gigantescos”, venciendo a las mayoría de ellos, y en un alto porcentaje con patadas en las bolas, ya que siempre que debe utilizar su Luger calibre 32 se atascará o no la tendrá a mano.

Si digo que es una novela heroica no es por decirlo, la historia será un largo camino a recorrer con distintos problemas que se le presentarán (¿les suena la palabra periplo?), tendrá más enemigos que enemigos (preferentemente empleados de bares y matones de mala monta), se verá envuelto en una gran contienda (un esbozo de invasión extraterrestre), dejará de lado placeres terrenales, específicamente carnales, e incluso entablará amistades con la mismísima muerte.

La novela está dedicada a “la mala escritura”, pero eso es lo que tiene este Bukowski, aún queriendo escribir algo dedicado a la mala escritura, sale de esa posición y se instala en un borde discursivo completamente envidiable, porque te puede hablar de un tipo violando una nenita, una maquina folladora digna de amar, o una frustrada visita a un psiquiatra, pero tiene todo un aparato literario atrás que hace literatura de cosas banales y mundanas, y si no me creen lean esto:
“Al final es todo tan monótono. Follar, follar, follar. Bueno, la gente se engancha a algo. Después de que les cortan el cordón umbilical se enganchan a otras cosas. A la visión, el sonido, el sexo, el dinero, los espejismos, las madres, la masturbación, el asesinato y a las resacas de los lunes por la mañana.”
En fin, una muy buena y sencilla novela, es como este análisis de la misma (mas por lo de sencillo que por lo de bueno), sencillamente, una novela digna de ser leída.