“La memoria pertenece a la imaginación”
Alain Robbe-Grillet
Las cosas duran menos en su transcurrir que en su
recuerdo. Hechos nimios, breves e imperceptibles en su acontecer pueden
resonar, influir, determinar nuestro presente por su presencia solapada en
nuestra consciencia o por su mera rememoración. A su vez los hechos cobran una
relevancia inusitada que no lo tuvieron en el momento de su advenimiento, como
si el recuerdo fantasmático nos dijera una verdad más profunda y objetiva que
el hecho en sí.
Durante el visionado de una película podemos estar
plenamente conscientes y disfrutarla, rechazarla, reflexionar sobre ella, pero sólo
el tiempo y su recuerdo (u olvido) nos dice su verdadero impacto en
nosotros. Las películas que vale la pena
rescatar de la fosa común no son quizás las que más disfrutamos, sino aquellas
que nos interpelan, que generan choques en el pensamiento, a las que siempre
estamos volviendo aun cuando no sepamos porqué.
La distancia temporal con la visión de una película,
su rememoración, su olvido, le hacen cosas
a la película, la transforman, la deforman hasta hacerla otra, reforzando sus
características internas objetivas (presentes o solo enunciadas) o incorporando
cuestiones subjetivas de la visión que hacen que sus límites tiendan a
acentuarse o borrarse.
Todo es recuerdo en el sentido en el que hay que ir
al pasado para pensar, pero el recuerdo que pienso no es uno que se centre en
los personajes, la historia o la cronología de eventos, sino una memoria o
crítica mítica (tal como lo sostiene Barthes en S/Z), impresionista, corporal, vivencial. Una subjetividad total de
la mirada que horade el film, le introduzca una grieta por donde entren
nuestras más profundas obsesiones y traumas.
Por ejemplo.
Recuerdo La
inmortal de Alain Robbe-Grillet como un gran sueño. Película sin contornos,
empastada, en la que figuras y fondos se confunden entre sí. Una imagen poco
nítida, opaca, que se diluye y difumina hacia la luz o la oscuridad total. Una
copia mala en vhs que genera el efecto de una lejanía, una sensación de extranjería
(como la del personaje) ante lo que nos rodea. Estambul como el arquetipo de
Oriente, como lo otro, como una alucinación, como pesadilla, como una cárcel
voluntaria que nos retiene, nos inmoviliza porque no sabemos sus reglas.
Recuerdo Los
salvajes de Alejandro Fadel como el relato de una desmaterialización, de un devenir ascético.
La película se va desprendiendo de sus personajes, de su anécdota, de la lógica
causal del relato; las imágenes van progresivamente perdiendo peso propio, se
trituran, hasta llegar a la nada misma. Sólo queda un territorio, pedregoso,
amarronado, sepia que continua aún tras la desaparición de sus personajes. En
una entrevista Fadel comentó que en su idea original la película duraba unos
quince minutos más en la que la cámara seguía el deambular de los perros que
acompañaban a los personajes. La idea me resulta fascinante, hasta tal punto
que ya se ha incorporado en mi memoria como parte integral de la película: la
imagen de los perros no deja de atormentarme, un relato que se desterritorializa
hasta tal punto de prescindir de toda conciencia humana que guíe la visión y que
deviene absolutamente impersonal o animal.
Recuerdo que mi madre me contó cuando yo era apenas
un adolescente un recuerdo insistente que ella tenía con respecto al Huevo de la serpiente de Ingmar Bergman.
Ella recuerda una escena en la que unos protonazis realizan una serie de
experimentos físicos y psíquicos a unos prisioneros, en especial uno en el que una
mujer encerrada en una habitación (que más podría denominarse celda
psiquiátrica) junto con un bebé que no para de llorar. Ella intenta consolarlo
por todos los medios sin lograr resultados. Incapaz e impotente la mujer
comienza a volverse loca, hasta que decide hacer callar al bebé arrojándolo
violentamente contra una pared. De más está decir que ese relato me traumo
levemente durante muchos años. Hace no tanto vi por primera vez la película, en
un principio porque es Bergman y es nuestro deber
ver todas sus películas, pero principalmente movido por el morbo de aquella
escena. Mi perplejidad fue mayúscula cuando al ver dicha escena comprobé que
luego de que la mujer, ya en un incipiente grado de locura ante el llanto del
bebé, se acerca a él de forma animosa un corte abrupto nos envía a una escena
distinta. La madre nunca agarra al bebé ni destroza su pequeño cuerpo contra la
pared para hacerlo callar. El recuerdo falso e imaginado como real de mi madre
ya es mi propio recuerdo falso porque esa escena ya forma parte invariablemente
de la película.
Recuerdo la idea general y algunas escenas dispersas
de Week-end de Jean Luc Godard pero
se me hace imposible reconstituir una historia,
una anécdota. Cada escena se me
presenta autónoma, genial y reactiva a las conexiones con lo que paso antes y
lo que paso después. Un asesinato, un embotellamiento, una escena de
canibalismo y todo por algún tipo de crítica a la sociedad burguesa que
apoyamos pero no comprendemos. Película molecular, en la que cada plano parece
conspirar para destruir el resto.
Recuerdo la profunda felicidad tras ver Cold Weather de Aaron Katz. Recuerdo una
primera mitad húmeda, grisácea, mediocre, una ciudad industrial sepultada por
lluvia y la rutina. Recuerdo una segunda mitad llena de aventuras, misterios e
invenciones lúdicas imposibles de recrear sin la intimidad intangible pero
visible entre esos hermanos.
Recuerdo la degradación, perversión y profunda
suciedad que impregna cada uno de los planos de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante de Peter Greenaway.
Recuerdo travellings laterales, planos y profundos que nos conectaban un afuera
oscuro y mugriento con un adentro en el que ni lo aristocrático del salón
podían impedir el ambiente venéreo y libertino.
Recuerdo (probablemente de forma exagerada) que en
los primeros diez minutos de El diablo
probablemente de Robert Bresson no se ve un rostro, sólo un conjunto de
pies, manos y torsos interactuando.
Recuerdo ver fascinado el Kuwait pos guerra del
golfo de Lecciones en oscuridad de
Werner Herzog como si fuera un planeta alienígena, inhabitable, caótico.
Recuerdo Diamantes
en la noche de Jan Nemec con la angustia que se vive por una pesadilla de
la que no podemos despertarnos. Imágenes fragmentadas de cuerpos escapando sin
saber muy de qué y por qué. Estructura circular, interminable y pesada como cuando
se intenta caminar en un sueño.
Recuerdo el viento de El caballo de Turín de Béla Tarr. Recuerdo las lluvias de Los siete samuráis y Rashomon de Akira Kurosawa. Recuerdo la
materialización de luz a través de las ventanas en Tren de sombras de José Luis Guerrín. Recuerdo los colores de El desierto rojo de Michelangelo
Antonioni. Recuerdo la oscuridad claustrofóbica de El descenso de Neil Marshall. Recuerdo el sol calcinante de Gerry de Gus Van Sant.
Recuerdo todas las grandes películas que vi y que me
hicieron otro.
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