Al señor Paul Auster:
Le escribo porque no sé bien qué fuerza del destino hizo que
lo nuestro se cortase. Lo llamé por teléfono y me dio ocupado, pero no me
preocupó porque sabía que siempre que suena el teléfono deja que suene como
mínimo seis veces, porque insiste en pensar que si realmente necesitan algo van
a seguir llamando. No sé si necesitaba algo, pero seguí llamando y usted
decidió no atenderme. Y creo que se dió cuenta, y por eso no me atendió.
No sé muy bien que iba a decirle si
me atendía, sabía cómo empezar la comunicación, pero no tenía ni idea de hacia
dónde llevarla, por eso, por eso y porque no levantó el teléfono, terminé escribiéndole
esta carta. Busqué su teléfono en la guía, estaba ahí, al alcance de todos, y usted
sabe que es así, se cree que porque la guía me muestre ocho Paul Austers
distintos, yo me iba a confundir de Paul Auster o que me iba a desanimar al
tercer o cuarto Paul Auster, pero no, yo sabía que tenía que hablar con ese
Paul Auster de ahí, y no con cualquier otro Paul Auster. Cuando levantaras el
teléfono, -admito acá que pensé que lo iba a hacer, tal vez no la primera vez,
o la segunda o incluso tal vez no las primeras dos semanas en las que lo llamé
siempre a las ocho y cuarto (horario este) porqué a esa hora era cuando sabía
que lo podía encontrar-, iba a pedir hablar con Paul Auster, aún sabiendo
completamente que iba a ser usted el encargado de atender el teléfono, como fue
usted el encargado de cambiarle los pañales durante tantos años a su hija
porque decía que eso lo hacía sentir parte de “la gente común y corriente”,
cuando todos sabemos, o capaz yo solo sé, que lo hacía solamente por el hecho
de recibir algo de su hija, porque tenía y todavía tiene miedo que sea mejor que usted y
la idea lo aterra, y por eso no le gustó que lleve su apellido, porque usted
tenía que ser el Auster del que todos hablen, ese Auster de mil identidades
diferentes pero el único Auster que vale la pena al fin y al cabo. Sabía que
las opciones de su respuesta se reducían a dos, por un lado podía negar la
realidad, falsear el caso concreto y decir, decirme al oído “El señor Paul
Auster no se encuentra” o “Equivocado, aquí no vive ningún señor Paul Auster”;
la otra opción, la que yo esperaba era “Sí, usted se encuentra hablando con el
señor Paul Auster”, a lo que le respondería sin ninguna vacilación “Sí, ya lo
sé, ahora señor Paul Auster, déjese de juegos y páseme con el verdadero señor
Paul Auster así no seguimos gastando el valioso tiempo (acá mi tono de voz iba
a flanquear denotando una pequeña ironía) del señor Paul Auster”. Si sus oídos
llegaban a escuchar eso, inmediatamente sabrías-, porqué a pesar de insistir en
que sos una persona “común y corriente”-, que lo que tenía para decirle venía en
serio.
En ese caso, estoy casi seguro que
me iba a decir “Espere un momento, el señor Paul Auster vendrá al teléfono de
inmediato”, y ahí sí que mis planes de conversación se verían en un apriete. Le
iba a decir claro, lo que le quería decir, lo que aún le quiero decir, por medio de
una carta, de escribirle para que lea a destiempo, para escribirle en un
español neutro como con el que me llega su voz, también a destiempo, en
palabras de Maribel de Juan, porque
todavía no me creo listo para leer su voz con los ojos de su lengua, porque
todavía siento ese abismo entre nosotros y no quiero traspasarlo. Créame, insisto, señor
Paul Auster, que si hago esto es por el bien de ambos.
Y entonces le cuento señor Paul
Auster que me tomé el atrevimiento de llamarlo en repetidas ocasiones en las
cuales usted decidió de una manera un tanto egoísta no atenderme y que
finalmente causó que termine escribiendo esta carta, que tengo algo que decirle
pero que sigo sin saber de qué manera decírselo. Porque me pongo en su piel
(con el debido respeto señor Paul Auster, jamás sería mi intención ocupar su lugar, debería usted ir sabiendo
eso) y pienso que mis intenciones aún a pesar de ser un tanto nobles (aunque
claro señor Paul Auster, usted eso todavía no lo sabe, y aún sabiéndolo quizás
en este punto diferiríamos ideológicamente) son un poco atolondradas y
entrometidas, y además pueden llegar a causar un enojo en su persona, para lo
cual, le repito señor Paul Auster porque tengo miedo de que deje de leer esta
carta, que mis intenciones no esconden un final maligno, y ni siquiera egoísta
como puede llegar a pensarse, sino mas bien, como ya le aclaré señor Paul
Auster, es todo por el bien de ambos.
Entiendo que usted ya debe sentirse
un tanto perdido con tanto palabrerío y no puedo hacer otra cosa más que
disculparme, pero el asunto acá es que no quiero que tome usted esta carta como
la carta de un loco o de una persona temporalmente inestable y podría
justificar mi situación en este momento y explicarle mi origen y la manera en
que llegué a usted, para que usted pueda acercarse un poco más a la verdadera
razón de mis motivos y mi afán en insistir tratando de comunicarme con usted,
pero creo que a usted no le interesaría ninguna de mis causas y que por más que
le parezcan suficientes, seguramente le parecería el simple ejercicio de un lunático,
o el mero trabajo de un lector empedernido en conectarse con su trabajo,
además, claro señor Paul Auster, es usted el encargado de contar historias y no
de leer historias, y yo como ya la aclaré no tengo intenciones de ocupar su
lugar porque usted lo hace demasiado bien de a ratos y “bien”, así
entrecomillado para demostrar el uso del “bien a secas” en otros ratos, porque
usted señor Paul Auster, y acá déjeme expresar una idea completamente
subjetiva, y un tanto aduladora, usted
señor, no sabe escribir mal.
Por ese motivo es entonces que me
veo obligado a decirle lo que quiero decirle desde que lo estuve llamado por
teléfono, señor Auster (déjeme obviar acá su primer nombre), escribo esta carta
porque quiero que usted se muera.
¿Cómo? Imagino que estará pensando
en este momento, después de confesarle que para mí usted no sabe escribir mal
le deseo la muerte. Pues sí, quiero que se muera. Quiero dejar a merced suya la
manera, supongo que usted sabrá escribirle un final decente a su propia vida,
no sé si le gustaría ser asesinado o mejor aún matarse usted solo, supongo que
eso podrá resolverlo de una manera espléndida. Pero le repito señor, quiero
verlo muerto, no verlo muerto en sentido figurado, perdóneme, apenas soy un
simple lector, parte de la gente “común y corriente”, le quiero decir que
quiero recibir la noticia, la triste noticia de que usted ha dejado de existir.Y calculo que si sigue leyendo la
carta hasta este punto, al menos tomé su atención, así que por haberme tomado
el atrevimiento de invadir su privacidad tanto en el teléfono como por medio de
esta carta, paso a explicarle, aunque sea de manera breve, porque quiero que
usted se muera.
En todo lo que leí de usted, lo que
mejor le sale es matar a sus personajes, o el preparativo previo, el lento
derrotero (ese adjetivo lo aprendí leyéndolo a usted), no sé como lo hace, pero
lo hace de manera magistral, a veces incluso no sé si de manera intencional o
no, omite detalles precisos sobre cómo fue que terminaron con sus vidas, pero
así y todo esos momentos de incertidumbre también alcanzan la lucidez de
momentos donde la muerte se transforma en un personaje principal, y usted y yo
sabemos, señor Auster que estoy hablando en sentido figurado, porque creo que
en ninguna de sus historias la muerte ocupa un lugar en el que tiene voz, y
digo creo porque no he leído todo lo que usted escribió (si le interesa saberlo
estoy en pos de conseguir ese objetivo), pero en todo lo que leí nunca la
muerte ocupó el lugar de quien sufre el acto, independientemente de toda determinación,
excepto claro, como usted ya lo sabe, porque usted lo escribió, en ese viejo
poema suyo donde la muerte descubre el lugar que ocupa en la sociedad y decide
salir en la búsqueda de un acto que la redima frente a todos aquellos que
tuvieron que sufrirla y es entonces que usted le da voz a la muerte y la hace
decir esa frase que condensa todo lo que la muerte
podría llegar a decirnos si tuviese la intención de decirnos, y déjeme acá
nuevamente caer en el acto adulador de decirle que ese también es otro punto
fuerte de su carrera.
Además de
esa causa, y nuevamente voy a ocupar el lugar del entrometido, usted bien sabe
que la muerte es un factor importante en su vida, quienes pasamos gran parte de
nuestras vidas no solo leyéndolo, sino investigándolo, sigueindo cada uno de sus pasos y accionar por el mundo, sabemos lo de su
accidente con un rayo cuando era chico y sabemos, aunque usted no quiera
admitirlo, que haber vivido eso, o para decirlo mejor, no haber vivido eso, lo dejó con un resto de culpa que muy
probablemente usted jamás se pueda sacar de encima. Aunque si tengo que
confesar, en cierto modo, agradezco que ese rayo haya elegido el cuerpo de su
amigo y no el suyo como debería haber sido, porque sino ese rayo se hubiese
llevado consigo la vida del mismísimo señor Paul Auster y nos hubiera dejado la
vida de un anónimo, que quizás podría haber llegado a algo, ¿quién puede
saberlo con certeza?, el asunto es que nos dejó a usted y usted nos dejó todas
esas obras para que podamos disfrutarlas.
Si se me permite una pequeña
digresión, en este momento creo que sería muy útil para usted que su vida se
vaya con un rayo, con un nuevo rayo, pero que esta vez nadie se interponga
entre usted y ese fenómeno, esta vez, señor, el rayo deberá golpear de lleno en
su pecho.
Para ir terminando con esto señor
Paul Auster, porque el asunto se me fue
de las manos y se hizo más extenso de lo que creía, quiero decirle, ya como
atrevimiento final que si usted decide
acabar con su vida, no lo entienda como un mero pedido mío, creo que usted
entiende mejor que nadie los motivos que me llevan a creer que acabar con su
vida será un hecho benefactor para todos, pero especialmente para usted. Déjeme
confesarle además que me vería encantado de recibir todo eso que usted nunca se
atrevió a publicar, me encantaría recibir su “cuaderno rojo” y hacerme cargo de
ello, usted, repito es el sujeto más pertinente para darse cuenta de cuáles son
los motivos que me llevan a mí, un completo desconocido que decidió no atender
por teléfono y al que si decidió (o al menos esa es mi esperanza) atender por
medio de una carta. Le aclaro que soy un avezado lector suyo y que sabría a la
perfección hacerme cargo de todo lo que usted escriba y sabría darle un buen
paradero a todas esas historias rechazadas.
En fin, nuevamente me veo obligado a
pedirle disculpas por mi atrevimiento pero le recuerdo que mis intenciones
fueron nobles en todo momento y que no albergaban resentimientos o sensaciones
negativas, sino simplemente consistían en darle a conocer que sería bueno que se
deje deleitar por lo que mejor sabe hacer y pruebe, o mejor dicho paladee el mismísimo
sabor de la muerte.
Atentamente, M. Blau.
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