Como una epidemia que nadie detectó a tiempo, un pequeño brote de un virus terrible que se fue replicando lentamente, pero con eficacia, desde hace varios años, la paleta de los que hacen humor gráfico en la Argentina se fue volviendo pastel. El universo editorial fue invadido por una cruzada de “Hombres Sensibles”, una legión de caballeros de buenos modales que han ido imponiendo –como la nueva estética dominante– sus motivos naif, sus relatos poéticos y sus chistes sin remate que “no nos hacen reír sino pensar”. Por suerte para todos nosotros, una obra resiste al embate sensiblero, atrincherada en la irreverencia, acusada de grosera, perseguida por profana, detestada por insolente. Esta obra irrumpe para hacer lo que había que hacer: se para en el escritorio de la inocencia, se baja los pantalones y le mea la cara.
¡Basta de tanta dulzura! –gritamos.
Gustavo Sala empezó a publicar allá en Mar del Plata, esa ciudad que –como los carnavales– sólo vive una vez al año, y en el verano. Desde allá, Gustavo trajo hasta nosotros un mundo gráfico-narrativo que no se confunde con nada ni con nadie. Las viejas bacanales vuelven a cobrar vida en esos sujetos deformes, mundanos y asquerosos de sus dibujos. El sexo, las drogas y el rock & roll son protagonistas indiscutidos de su humor, siempre tan desubicado, tan políticamente incorrecto, tan escatológico (como argumentan sus detractores). Y aunque a usted, abuela, le parezca paradójico, sus admiradores y fervientes defensores lo idolatramos por las mismas razones. La diferencia es que nosotros, abuela, hemos entendido que todo eso no es producto del azar ni del capricho, no es procacidad gratuita y facilista, sino una deliberada manifestación estética de la deformidad, una deseada desubicación.
A mí me gusta pensar que el humor se trata justamente de eso: de un desplazamiento, un descolocamiento o corrimiento del sentido (una manifestación del inconsciente dirían los freudianos). Por eso, así considerado las limitaciones de su expresión son impredecibles, o tal vez, mejor, infinitas. Y es ahí donde la obra de Sala baila en la tumba de la de sus colegas. Porque, si bien es cierto que los “Hombres Sensibles”, de alguna manera, experimentan con los límites del humor (como decía: chistes sin remate, regresión a motivos naif y búsqueda de narraciones de tono lírico), sus trabajos no dejan de “mantener las formas”, en los dos sentidos de la expresión: ni se destacan por dibujos muy alejados de las convenciones realistas (o caricaturescas), ni se atreven a meterse con temas con los que se supone que no se pueden hacer chistes.
Pero, ¡nada! –nos susurra Sala– es demasiado sagrado o demasiado tabú para que no pueda ser material humorístico. Pueden ser chistes de homosexuales o con figuras idolatradas (desde Dios a Lionel Messi), sobre negros, colorados, judíos o cristianos; los temas vedados no existen. “He hecho chistes con ciegos, con borrachos, con rolingas, con travestis, con animales, con petisos, con pelados, con marplatenses, con gente de Banfield, con periodistas de historieta, de rock, con todo tipo de discapacidades, gustos y adicciones”, dijo el autor en una entrevista de 2012. A principios de ese año, su nombre estuvo en boca de todos y su cabeza tuvo precio. El motivo: una tira que se metía con el holocausto. La condena de los que se sintieron ofendidos no se hizo esperar, así como tampoco el apoyo por parte de amigos y colegas. El incidente ponía en el centro de la atención esto de lo que venimos hablando: los límites de…
Ahora, quisiera rescatar un argumento que en aquel momento usaron algunos de quienes salieron en su apoyo. La tira en cuestión, provocadora, es cierto, transgresora, también, potencialmente hiriente para algunas personas, de acuerdo, no era, de todos modos, una casualidad, una novedad en su trabajo. Había que considerarla dentro del todo de la obra, valorarla dentro de su historia, un recorrido transitado, un estilo construido.
Andrés Valenzuela, un periodista que ha escrito bastante sobre historieta lo decía a propósito de Amasala (libro publicado en 2010 y que reúne 12 años de trabajos): “El libro evidencia que durante ese lapso el humorista fue incorporando cuantiosos recursos, que son los que hoy conjuga en sus trabajos: relatos circulares, delirio sistemático, barroquismo compositivo, graficar frases hechas. No contaba con todos ellos al comenzar su carrera.” La evolución de sus recursos creativos como autor no se confina solamente a la experimentación con los límites temáticos sobre lo que se puede hacer humor. Porque es su dibujo también el que fue evolucionando, desarrollando un registro inconfundible. Antes dije que el humor es, para mí, un descolocamiento del sentido. Entonces, la pregunta que nos hacemos es: ¿cómo narrar gráficamente ese corrimiento? El dibujo realista no sirve, por supuesto. Nada tendría que hacer en esta obra un registro gráfico clásico (ponele Solano López). Una primera posibilidad a considerar sería el dibujo caricaturesco (exageración de los rasgos, desproporción de los cuerpos). Pero, con la caricatura, el dibujo todavía no alcanzaría a estar complementando un registro narrativo que no es convencional. Por eso es necesario otro tipo de dibujo, igualmente desubicado. Sólo así podrán cobrar verdadera vida esa pléyade de objetos y animales antropomorfos: discos parlantes, planetas que tienen miedo, caballos que tienen bebés colorados como sirvientes, inodoros sádicos. Pero también están esos seres que rápidamente diríamos que se parecen a los humanos, pero son engendros como ese “hombre da a luz un bebé desde la vagina que se ubica en su axila”, o aquel otro que, desde la tapa de Bola Triste (su libro de 2009), caga “perros” hecho literalmente de mierda (Para otro día queda analizar la posible paradoja del alumbramiento escatológico, en tanto esto último refiere no sólo a lo asqueroso –como se piensa habitualmente– sino también a la muerte).
La imagen de esa tapa condensa, tal vez, la mejor definición de su obra. El universo de Sala proviene de la mierda deforme que sale del culo de algún tipo, y como si fuera el doble monstruoso de nuestra realidad (siempre que seamos de los ilusos que tienen una idea estable de lo que es la realidad) se nos presenta para demostrarnos que no vale la pena tomarse las cosas tan en serio. Hay que cagarse en todo, y eso nos permitirá ser felices. Reírnos de lo absurdo, de lo extraño, de lo delirante que es en verdad todo esto.
Los incrédulos dirán que estoy intentando legitimar algo indefendible.
¡Terror!
Tal vez el virus ya los haya contagiado.
Tal vez.