sábado, 28 de febrero de 2015

Schwanengesang


“Nada en el mundo le halagaba ya, le sonreía, decididamente nada lo vinculaba a la tierra. Ni ambición, ni poder, ni gloria, ni hogar, ni amor, nada le importaba, nada quería, nada poseía, nada sentía.
En su ardor, en su loco afán por apurar los goces terrenales, todos los secretos resortes de su ser se habían gastado como se gasta una máquina que tiene de continuo sus fuegos encendidos.
Desalentado, rendido, postrado, andaba al azar, sin rumbo, en la noche negra y helada de su vida.”
E.C.

La vida no tiene sentido. Lo he buscado por todos lados, pero no está:

en las mujeres: simples objetos del deseo, ladinas seductoras lujuriosas, néctar divino que sacia nuestra sed, mal endémico que acecha nuestras almas, agraciadas con el fatal destino de perpetuar nuestra triste existencia

en el dinero: poder supremo que todo lo puede –placeres, antojos, voluntades– menos impedir la fatalidad

en la política: un mercado de conciencias en la plaza de la República

en el matrimonio: falsa promesa de una virtud más que dudosa

en Dios: mercachifle embaucador que vende la improbable salvación a buen precio –una vida de sacrificios inútiles–   

Rodea el fuego tu casa amada, arden los campos que la circundan, se va tu nombre al otro mundo. Nada obliga a seguir participando en esta farsa.

Un harakiri no alcanza. Hay que agarrar las tripas con la mano, apretarlas bien fuerte y que explote para siempre toda esta mierda