Domingo tres de la tarde, cappuccino en mano, pienso. Pienso en la novela de Martín Kohan como algo que huele mal, un objeto perfectamente limpio pero que cuyo olor es insoportable. Al texto le pululan varias moscas, no tantas, pero supongamos que cada una de ellas refugia una idea. Una premisa en cada uno de sus estómagos. La imagen es mala, pero me sirve para recortar, para matar moscas de las que no quiero hablar. Imagínenme con resaca y con un matamoscas en la mano. Estoy cantando «tanto pop nos hizo mal nena» de La gran serpiente cósmica y empiezo a los raquetazos. Sólo logro divisar dos (sé que hay más moscas, en mis brazos, en mis orejas, pero el alcohol en sangre funciona como un anteojeras para caballo). Mi primer smash fulminante es para la idea de pensar a Ciencias Morales a partir de la configuración de su personaje principal: María Teresa. Este personaje, una preceptora que viene a ocupar el primer eslabón de una larga y jerarquizada cadena destinada a preservar el orden y la rutina de todos los días, pareciera servir de ejemplo para sostener de un modo ingenuo la realidad de la obediencia debida: no sabe, sólo recibe órdenes y actúa por ellas. Marita parece ser un simple medio[1]: joven, inocente e ignorante, actúa como una inflexible creyente que cumple a rajatabla todos los mandatos y preceptos que su jefe de preceptores, el señor Biasutto, le ordena. «Oh nena, hoy no tengo ganas, no nena». Pienso en Julieta Zylberberg y en su soberbia actuación al frente de este papel[2]. Tomo un sorbo de cappuccino. No quiero escribir sobre cómo esta preceptora comienza su educación sentimental y sexual en los albores de un Colegio Nacional de Buenos Aires de 1982. No. Sigo con los raquetazos: mi segundo smash revienta la idea de pensar esta novela a partir de la microfísica del poder. El Colegio Nacional de Buenos Aires (¿recinto del saber o lugar en donde se tallan conductas?) funciona aquí como un espacio en dónde los engranajes opresivos del poder convierten al ámbito escolar en una fábrica de cuerpos homogéneos. El foco de la narración se centra en el detalle, en lo micro, en el comportamiento y en la vestimenta indiferenciada de los alumnos, potenciales subversivos que deben ser curados de raíz. Entonces, si una manera posible de entender el proyecto de escritura de Martín Kohan es suponer que su Ciencias Morales es la respuesta a la pregunta: ¿Cómo narrar el Horror? debemos suponer que esta novela instaura una narración del horror en lo cotidiano: una indagación acerca de cómo se filtra esa atmósfera opresiva en la experiencia particular de los sujetos. Sujetos que por lo general pertenecen a esa zona gris de lo mediocre, lo insulso y que precisamente por ello ponen en tela de juicio los alcances, implicancias y efectos de la obediencia debida.
No quiero escribir sobre eso, sobre cómo la ideología dominante contamina las políticas educativas y moldea los cuerpos de su ecosistema. No, basta leer el capítulo III. Disciplina: cuerpos dóciles (Pág. 82) de Vigilar y castigar (1975) de Michel Foucault y el texto Subversión en el ámbito educativo. (Conozcamos a nuestro enemigo) que promulgó el gobierno militar en octubre de 1977, para tener una idea bastante rica sobre el tema. «Nena, nena, nena, oh». El cappuccino ya está frío y ya no tengo moscas que matar. Ha quedado sólo el hedor, sólo la atmósfera viciada, nada de cuerpos contaminados; un hedor que no se ve, que es invisible pero que está, algo incorpóreo que no se puede agarrar pero sí sentir. Si hubo algo que supo materializar extraordinariamente Kohan en la escritura de su novela fue precisamente ese hedor, que no es otra cosa que la atmósfera propia del Terrorismo de Estado. A través de una forma construida a partir de silencios, elipsis, lagunas, envíos, fragmentos, citas, títulos de otros textos, etc. logró construir una atmósfera gris, oscura, propia de una época en la que si se habló, fue para no hablar[3]. El contenido y la forma pergeñaron para hilvanar un clima de encierro, una atmósfera de subordinación: (“la suspensión espesa de un aire turbio” –Pág. 169- ).
Acá, en mi escritorio, con mi cappuccino ya frío, con los cuerpos de las moscas ya muertas, con unos estómagos ya sin ideas, sin ruidos, incapaces de zumbar, dejo de cantar y pienso; pienso en mi lectura, en una lectura que sólo se ha quedado con ese hedor, ese aire alienante que recorre los pasillos del Colegio, también sus baños, sus aulas, sus personajes: “Una luz de día nublado flota siempre en los claustros del colegio; nada cambia que afuera brille el sol o no brille el sol.” (-Pág.18-); “Bajo los muros del colegio, densos como su historia, el silencio es total.” (-Pág.32-); “(…) ella presiente un aire siniestro al tratar de adivinar la existencia de los túneles secretos.” (-Pág.34-); “[el personal de limpieza] Son personas muy calladas, visten guardapolvos azules, sus nombres nadie los conoce y durante el horario de clases nunca se los ve.” (Pág.-91- ).
No quiero escribir sobre eso, sobre cómo la ideología dominante contamina las políticas educativas y moldea los cuerpos de su ecosistema. No, basta leer el capítulo III. Disciplina: cuerpos dóciles (Pág. 82) de Vigilar y castigar (1975) de Michel Foucault y el texto Subversión en el ámbito educativo. (Conozcamos a nuestro enemigo) que promulgó el gobierno militar en octubre de 1977, para tener una idea bastante rica sobre el tema. «Nena, nena, nena, oh». El cappuccino ya está frío y ya no tengo moscas que matar. Ha quedado sólo el hedor, sólo la atmósfera viciada, nada de cuerpos contaminados; un hedor que no se ve, que es invisible pero que está, algo incorpóreo que no se puede agarrar pero sí sentir. Si hubo algo que supo materializar extraordinariamente Kohan en la escritura de su novela fue precisamente ese hedor, que no es otra cosa que la atmósfera propia del Terrorismo de Estado. A través de una forma construida a partir de silencios, elipsis, lagunas, envíos, fragmentos, citas, títulos de otros textos, etc. logró construir una atmósfera gris, oscura, propia de una época en la que si se habló, fue para no hablar[3]. El contenido y la forma pergeñaron para hilvanar un clima de encierro, una atmósfera de subordinación: (“la suspensión espesa de un aire turbio” –Pág. 169- ).
Acá, en mi escritorio, con mi cappuccino ya frío, con los cuerpos de las moscas ya muertas, con unos estómagos ya sin ideas, sin ruidos, incapaces de zumbar, dejo de cantar y pienso; pienso en mi lectura, en una lectura que sólo se ha quedado con ese hedor, ese aire alienante que recorre los pasillos del Colegio, también sus baños, sus aulas, sus personajes: “Una luz de día nublado flota siempre en los claustros del colegio; nada cambia que afuera brille el sol o no brille el sol.” (-Pág.18-); “Bajo los muros del colegio, densos como su historia, el silencio es total.” (-Pág.32-); “(…) ella presiente un aire siniestro al tratar de adivinar la existencia de los túneles secretos.” (-Pág.34-); “[el personal de limpieza] Son personas muy calladas, visten guardapolvos azules, sus nombres nadie los conoce y durante el horario de clases nunca se los ve.” (Pág.-91- ).
[1] “Tampoco ella sabe con precisión qué es lo que está pasando, aunque se desenvuelva con la resolución de los que sí saben. Tampoco ella tiene las ideas claras.” Pág. 35.
[2] La mirada Invisible (2010) dirigida por Diego Lerman.
[3] Esta estética del decir de la ausencia la instaura Ricardo Piglia con su Respiración Artificial (1980): “ Como usted ha comprendido, dice ahora Tardewski, si hemos hablado tanto, si hemos hablado toda la noche, fue para no hablar, o sea, para no decir nada sobre él, sobre el profesor. Hemos hablado y hablado porque sobre él no hay nada que se pueda decir” (Pág. 215).
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